Esta novela de René Rodríguez Soriano es la lucha entre periodismo y literatura, entre la participación popular y la apatía social.
Por Daniela Cruz Gil | © mediaIsla
No es que no sale, es que no me dejan escribir. Me ponen a asistir a actividades, me hacen tomar pies de fotos, me ponen a hacer entrevistas, me hacen escribir reportajes, y me pagan por eso cada quince días. Y este finde mi abuela enfermó bastante. Estuvimos todos ocupados en retrasarle la reunión con Dios. Y lo logramos. Hasta Él conspiró a favor. De hecho, le doy un sí para mañana antes del mediodía. (Ya es mañana, y es antes del mediodía y estoy escribiendo a ciegas esta melancolía prestada).
El mal del tiempo (Premio de Novela UCE, 2007), no es solo una novela que relata a modo de diario un gobierno déspota de los años setenta, tampoco se limita a los desvaríos de un ex seminarista estudiante de periodismo en la universidad estatal. No son los personajes pueblerinos, las coincidencias entre realidad y ficción. Esta novela de René Rodríguez Soriano es la lucha entre periodismo y literatura, entre la participación popular y la apatía social: el Falpo y el oblomovismo, la misma que hace a Javier (el protagonista) fumarse un cigarrillo que no pide pero tampoco rechaza.
No se sabe si es Javier el que nos cuenta o somos nosotros quienes vigilamos sus desvaríos, su San José del Puerto, los amigos, las mujeres, el trabajo, las lecturas, la radio y su música desgraciadamente acertada. Tal vez lo que nos conecta con este hombre es esa melancolía desbordada, sin vergüenzas ni falsas disculpas que no se molesta en ocultar. Javier no teme reconocerse vulnerable e impotente, admite su dejadez, no lucha por erradicarla, intenta, pero se queda en el intento, en la cómoda silla del comentario, del decir y sentirse conforme por haber dicho que las cosas están mal.
Ahora que intento escribir esta reseña, que quiero contar mis lecturas, mis visiones, mis propios males, un frío de oficina me congela los dedos. Teclear se hace complicado, las letras se me cruzan, se pegan: las palabras se cosen unas a otras como en cadena. Estoy perdida, no quiero escribir. El editor espera, mis ojos esperan, hasta yo espero escribirla. Pero creo que enlas páginas de este libro hay una franja contaminada con el virus del mal del tiempo. Y desde que abrí mi ejemplar me contagié.
En las noticias con sus títulos cotidianos, suspicaces y endiabladamente certeros que arman este diario noticioso de los setenta, ese desgano de vivir que reitero porque la misma novela lo reitera, el auriga podría ser el presidente morado de turno, los goyitos, orlandos y sagrarios son los intercambiantes de disparos de estos días, desaparece cualquiera (incluso Sobeyda, la de los millones incautados, pueda ser la que envía cartas desde Madrid).
Trato de hacer un esbozo coherente, desde el principio hasta el final, pero no puedo. Javier no ayuda, las cartas de Laura me confunden, los amores con Sofía, Lucía y demás me turban, esas declaraciones políticas coladas como pensamientos me conmueven, pero entonces recuerdo que el truco de la novela está en los epígrafes de cada uno de los trece cuadernos que componen la novela. Y el primero determina la estructura de la novela y esta reseña: a Javier y a mí nos ha quedado la costumbre (gracias al mal del tiempo que nos acontece) de invertir los hechos, de contar iniciando por el final y volviendo al principio o mezclando historias variadas. ( Antonio Tabucchi lo dice mejor en Piazza d'Italia).
El mal del tiempo no se cura con música, tampoco las buenas lecturas sirven de algo. Las cervezas cerca de la universidad disfrazan los síntomas. El mal del tiempo afecta mucho a los poetas, incluso me iré más lejos: es su principal característica. Los poetas no pueden vivir en horarios y rutinas, se aburren hoy con lo que adoraban ayer, añoran la soledad y buscan incansables la compañía. Los poetas se indignan con el atropello de una paloma en receso de vuelo, se enervan si la lluvia no acontece a tiempo en el atardecer.
Javier anda y desanda. Se vuelve social, se transforma. El joven desubicado trata de encajar en esa ciudad que lo consume, que lo hace sentirse extraño. Javier ama y extraña; Javier bebe y hace la noche; Javier escribe cartas, poemas y artículos de opinión; Javier estudia y se quema en los exámenes; Javier va al cine y se pasa el día escuchando música; Javier odia los domingos, porque le saben tristes; Javier sufre: Javier vive. Y las dos alas sobre las que soporta su existencia, las que lo hacen cercano a mí, las que lo vuelven común con mi propio desgano, son el periodismo y la literatura. Y el amor por Laura, el amor por su país, el amor por sus iguales, el amor por el amor aportan el viento por donde esas alas se elevan. Al menos en este caso no hay una sino muchas historias de amor y muchos amores de historia. Pero eso no importa, porque como dice la misma Laura desde Madrid un veinte de octubre "un buen amor siempre será un buen amor aunque no tenga historia".
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