viernes, 13 de noviembre de 2009

Buen gusto del ensayo


Por Leo Castillo | © mediaIsla

El año 1571 Michel Eyquen, habiendo renunciado al cargo de Consejero del Parlamento, toma una de las más trascendentales decisiones en la historia del pensamiento: recluirse en el castillo de Montaigne con el propósito de entregarse ya para siempre a la lectura y meditación, como un camino que lo conduce hacia sí mismo, a lo largo y hondo de una drástica clausura que se prolongará veintiún años. En 1572, caballero de la Orden de San Miguel, gentilhombre ordinario de la Cámara del Rey, inicia la composición sistemática en una prosa cuidadosamente descuidada (*) de una numerosa serie de textos; "un habla simple e ingenua, tal en el papel cual en la boca; un habla suculenta y nerviosa, corta y apretada; no tanto delicada como vehemente y brusca; más bien difícil que aburridora; alejada de la afectación, desarreglada, descosida y audaz; cada trozo forma un cuerpo; no pedantesco, no frailesco, no abogadesco" que llamará, para siempre, Ensayos. Que la palabra es nueva, pero vieja la cosa, ya Bacon lo apunta.

Edmund Gosse ha declarado que el ensayo es "un escrito de moderada extensión, generalmente en prosa, que de un modo subjetivo y fácil trata de un asunto cualquiera". Este Proteo de los géneros literarios se caracteriza por la presencia explícita del autor, al punto que Michel, ya sin el apellido paterno Eyquen, sino de Montaigne, en nota del autor al lector advierte que se podrá encontrar con rasgos de su condición y humor, "porque es a mí mismo a quien pinto (…) yo mismo soy el asunto de mi libro". Tan personal es su ejercicio, que tiene de sus apetencias y rechazos, siendo trasunto fiel de su paladar, y sus ideas "sufren todos los síntomas de los fenómenos alérgicos", donde no se descarta aun el recurso de voces obscenas. Su carácter es incidental, indiferente incluso a todo plan riguroso, así que Guez de Balzac denuncia que en Montaigne cada frase podía ser un principio o un final, sabiendo el autor lo que estaba diciendo, pero no lo que iba a decir, algo como apuntes para un desarrollo ulterior. Desenfado, llaneza, una conversación junto al fuego, su carácter informal exige una pluma madura.

Entonces el periódico se convierte en un medio ideal para la práctica del ensayo, lo que comporta ciertos mortales riesgos, dado que el autor "en el ardor de la invención prodigará sus pensamientos en un exuberante desorden y el apremio de la publicación no tolerará que el juicio los revise o los modere", según se queja el doctor Johnson. Con The Tatler (1709) y The Spectator (publicación diaria entre 1711-12), Addison y Steele dan inicio a la gallarda tradición de los ensayistas en los periódicos. The Rambler, de Samuel Johnson (también mantiene el Idler), aparece dos veces por semana entre 1750-52.

Descartes, Pascal, el cáustico Voltaire, Rousseau… Pero tal vez Francia es almáciga, y la patria donde se aclimata el ensayo como originario sea Inglaterra: Swift, Coleridge, Hazzlit, De Quincy, Rushkin, Stevenson, Wilde, Woolf…, por no fatigar al lector, son una morosa lista que ilustra el aserto.

Habitualmente en Le Monde, The New York Times como en los más grandes diarios contemporáneos, se hayan ensayos que comprometen la crónica, la literatura, la ciencia o la historia. En Colombia, a falta de escritores, no hay más ensayistas en la prensa, que nuestros columnistas domésticos son los llamados de opinión igualmente doméstica, panfletistas, o bien literatos agotados en sus mezquinas y flebles consideraciones capillescas, el chisme gremial, sin cosa honorable que proponer.. [Leo Castillo, poeta y narrador colombiano]

Ana Istarú en tono mayor (III de III)


Por Miguel Aníbal Perdomo | © mediaIsla

El erotismo adquiere una nueva categoría, se torna trascendental. Y Ana Istarú se perfila como heredera del optimismo romántico o renacentista, lo cual, por supuesto, no significa ingenuidad. La poeta es consciente de la presencia del mal. No vive a ciegas: en medio de la exaltación vital de sus poemas se cuelan, como ráfagas de ametralladora, alusiones a los problemas de nuestro tiempo. Además del hambre, se mencionan las guerras fratricidas que asuelan Centroamérica, aliadas de la corrosión de la muerte, que su poesía ataca con ardor; al igual que la violencia contra la mujer:

un hombre que golpea a una mujer | mide puño |

sobre un estambre vítreo perturbable |fracturable | sobre cálcareas floras y osamentas . . .

un hombre que golpea a una mujer | asciende | hacia la nada

está vencido (100-01).

Se dice que casi todos los poetas temen a la muerte. En algunos casos esta condición asume ribetes neuróticos. Tal sucedía con Juan Ramón Jiménez, el Premio Nobel español, que desde su más temprana juventud vivió obsesionado con la Inexorable. Pero como dije ya, en la poesía de Ana Istarú la pugna vida/muerte adquiere un cariz singular y recuerda el poema "Rebelde" de Ibarborou en que la protagonista atraviesa el río Leteo cantando, y termina por seducir a Caronte, el barquero de la Muerte. El sujeto en los poemas de Ana Istarú asume la misma actitud desafiante:

soy animal | terrena| efímera por tanto

pero juro tomarle las muñecas | sollozando | mirando a gritos| el pedacito de aire que abandono| la luz a mis espaldas| y todo cuanto quise

voy a batirme| echándole a perder su regocijo (110).

No estamos aquí ante la conformidad al estilo de las coplas de Jorge Manrique, ni mucho menos se trata de la medieval Danza de la Muerte, donde esta tiene la última palabra. El amor a la vida intenta anular la resignación y la inermidad del ser humano cara a la Impostergable. El sujeto lírico sabe que la vida es difícil, pero como los renacentistas, comprende que es una experiencia maravillosa, la única que los dioses nos conceden.

El siglo XX se caracterizó en literatura por la constante ruptura con los movimientos precedentes –propio de la modernidad-, por el afán de novedad. Tanto que, según el filósofo argentino José Manuel Sebreli, la búsqueda obsesiva de la originalidad absoluta lleva este movimiento a ser incomprensible; renuncia a la comunicación con el público y elige ser elitista y a veces incluso solipsista para goce de su propio creador. Además, conduce a la falsa conclusión de que la incomprensión es inherente a toda gran obra de arte, que el aburrimiento es signo innegable de valor, y el público ha debido adaptarse a ese tedio (368-70).

En cambio, Ana Istarú ha creado una poesía de cuya permanencia nadie duda, sin que haya en la poeta ninguna obsesión formal. Es verdad que en algunos momentos prescinde de la puntuación y las mayúsculas –técnicas vanguardistas-, pero con frecuencia su poesía se acerca a estrofas clásicas, ensayando la métrica tradicional, el octosílabo y la rima asonante incluso. Así mismo su lengua poética nos recuerda la tradición española, a la Generación del 27 y a las poetas postmodernistas de Hispanoamérica. La originalidad de Ana Istarú la determinan su vitalidad y optimismo, que la conducen a modificar cualquier tema que toque, dándole un nuevo giro y presentándolo ante nuestros ojos desde una perspectiva novedosa.

No sorprende entonces que una de las figuras literarias más abundantes en los textos de Ana Istarú sea la anáfora, que surge de una gran compulsión comunicativa. Otro de sus recursos favoritos es la alegoría –muy del gusto medieval-, cuya gran plasticidad sirve para conferirles concreción a las ideas obsesivas, sobre todo a la muerte, la enemiga solapada, que es necesario identificar para tenerla a raya. La prosopopeya es otra valiosa figura usada en los poemas, que a veces recorre un camino inverso y va de lo animal a lo humano, pero la clave sagrada, es el amor; el sentimiento que subyace en todo el tinglado poético, lo que impulsa a las parejas al tálamo nupcial, a la fiesta del sexo y por último genera el milagro de la concepción y, en consecuencia, el parto, y la supervivencia humana. Así, el erotismo todopoderoso adquiere una dimensión muy original en estos poemas. Ana Istarú más que una rebelde, es la portavoz de la mujer nueva, anunciada por las postmodernistas de comienzos del siglo XX, y que acaba de nacer entre nosotros. BIBLIOGRAFÍA: Austerlitz, Paul. Merengue: música e identidad dominicana. Trad. María Luisa. Santoni. Santo Domingo: Secretaría de Estado de Cultura, 2007. Istarú, Ana. Poesía escogida. San José: Costa Rica, 2007. Sebreli, José Manuel. Las aventuras de la vanguardia. Buenos Aires: Sudamericana, 2000.

La narración y la Historia


Por AGUSTÍN GARCÍA SIMÓN | © Babelia

Antes de la escuela de Annales y de que el marxismo impregnara la interpretación de la Historia con pretensiones científicas y métodos capaces de generar leyes universales, la Historia escrita discurrió por cauces descriptivos y narrativos que, no obstante la dificultad del empeño, alcanzaron cumbres memorables. La estela que dejaron un E. Gibbon o un J. Burckhardt, si se quiere entrar en la Historia cultural más exquisita, bastarían para ilustrar un legado de belleza inmensa, en que la sensibilidad, intuición y precisión del lenguaje literario mostraron una forma de abordar los hechos y cultura del pasado perfectamente compatible con el rigor de la investigación y los métodos de su época.

Luego de un largo tiempo en que la historiografía estuvo mal vista si no iba, necesariamente, escoltada por un aparato crítico desmesurado, y flanqueada por un ejército sobrado de gráficos y estadísticas, para demostrar que la causa de la revuelta, la revolución o el conflicto social había sido la subida del precio del trigo, la narración y escritura de la Historia fueron recuperando lentamente su crédito como instrumento no sólo complementario y bello de la fría aportación documental, sino como el medio idóneo para hacernos comprender la condición humana. Al cabo, el placer y la instrucción que encierra la literatura se han unido de tal forma a la Historia en las últimas décadas que, con la tiranía del mercado y la ignorancia profunda de una sociedad culturalmente tan degradada como la nuestra, han borrado en el gran público de consumidores la distinción volteriana de Historia y fábula, y convertido el género de la novela histórica en uno de los productos más rentables del negocio editorial en la actualidad.

La novela histórica deseable sería aquella que sobre el cañamazo de la documentación rigurosa tejiera la reconstrucción fabulada de la Historia, con respeto escrupuloso al tiempo y espacio en que se desarrolle. Cualquier agresión o atropello a alguno de esos elementos arruina automáticamente el proyecto estético o convierte en mamarracho el intento. Otra cosa bien distinta es que lo deseable y vendible sea precisamente el mamarracho, la historia disparatada donde la ucronía y el anacronismo sustentan ficciones solamente entendibles o apetecibles por el neoanalfabetismo ambiente, que nutre un consumo lector masivo y aborregado, idiotizante.

La temprana sífilis de Carlos V, el hedor nauseabundo de la septicemia de Felipe II en las interminables semanas de su agonía o la irrefrenable y chulesca lascivia de Felipe IV, por echar mano de aspectos gruesos de nuestros propios austrias, son atractivos y hasta fascinantes motivos para la narrativa historiográfica o su misma fabulación, pero tan valiosa materia sucumbirá en el mismo momento en que aparezca el más leve asomo de manipulación, estupidez esotérica o grosería, que son, con otros muchos, los ingredientes que venden. La belleza auténtica de la reconstrucción histórica en clave narrativa, ya sea historiográfica o ficticia, creo que está en la verosimilitud estricta de lo descrito y contado, del engaste perfecto con que nuestra sensibilidad revive las sensaciones del pasado muerto y lo hace latente y perceptible. Así procedieron Graves, Lampedusa o Yourcenar, por ejemplo, y hoy siguen conmoviéndonos como el primer día. [Agustín García Simón (Montemayor, Valladolid, 1953) es editor y escritor. Autor, entre otras obras, del libro de relatos Cuando leas esta carta, yo habré muerto (Siruela. Madrid, 2009) y de El ocaso del Emperador. Carlos V en Yuste (Nerea, 1995)].

Juan Carlos Mieses: el exilio te permite repensar tu vida y tu país bajo una óptica desapasionada…


La presentación de El día de todos, la novela de Juan Carlos mieses está programada para este jueves 12 de noviembre a las 7:00 PM en el Teatro Guloya (Arzobispo Portes #12, Zona Colonial). Presentador: Manuel Mora Serrano


Por Ruth Herrera | © mediaIsla

Hace años que su residencia es el extranjero. México, Brasil, Francia se han convertido en sucesivas moradas. La distancia le permite posar la vista desapasionada sobre su país, el nuestro; le da libertad de pensamiento y le cura de prejuicios.

Poeta laureado en los años ochenta y noventa —dos premios Siboney y un Pedro Henríquez Ureña en su haber—, más el premio internacional Nicolás Guillén, otorgado en México y Cuba, Juan Carlos Mieses es un creador disciplinado y minucioso, abierto a lo imprevisible y a las sutilezas, a los rompecabezas de caracteres y destinos.

Juan Carlos Mieses Básico

Nació en Santa Cruz del Seybo (República Dominicana) en 1947. se licenció en Letras en la Universidad de Tolouse, Francia, país donde vive en la actualidad. Su carrera literaria se inició y expandió desde la poesía, género en el que ha publicado varios libros: Urbi et Orbi, premio Siboney de poesía (1983) y traducido al occitano; Flagelum Dei, premio Siboney de poesía (1985); Gaia, premio Pedro Henríquez Ureña de poesía (1991); Dulce et Decorum est… (1997) y Aquí, el Edén (1998). Su poemario Desde las islas fue escogido Premio Inernacional Nicolás Guillén, otorgado en México (2000). También es autor de cuentos y de obras teatrales llevadas a escena en su país, como Los siete sueños de Meuda-San (1991) y Ópera Merengue (1995). El día de todos es la primera novela que publica.

—Una novela thriller o de conspiración, pero desarrollada a ritmo de tambores, dioses y poderes del más allá. Una mezcla nada convencional, pero la novela me convenció, diríamos que "funciona".

—Es cierto que la carga emocional y el suspenso que arrastra la novela "El día de todos" acerca la novela a la definición de un thriller a lo anglosajón; esa impresión se debe también al hecho de que no haya realmente un personaje central, pero no estoy seguro de que sea esa la definición más idónea.

—Los tambores de la cultura haitiana, si no enfrentados, al menos trazando líneas paralelas a la oración silenciosa de los cristianos dominicanos. Dos mundos, dos naciones, dos visiones. ¿Tu apuesta se encamina hacia la convivencia, hacia el conflicto o hacia la dispersión? Dime primero como escritor.

—Los símbolos nos rodean, nos definen y nos sirven para demarcar toda clase de límites; los tambores en este caso son puertas a un mundo mágico; al igual que los hombres, los dioses hablan lenguas diferentes; Allah usa la voz humana, Jehová la del bronce, Damballah la del cuero y la madera. Por otra parte, como no tenía la menor idea de cual era la solución del conflicto ― me refiero al de la novela ―, un final que reflejara la incapacidad general de encontrar una simple solución al complejísimo problema de convivencia entre dos pueblos me pareció adecuado, así que opté por otras soluciones; por ejemplo, cada personaje llega a la conclusión lógica de sus propias acciones.

—¿No tenías la menor idea de la solución al conflicto o no te atreviste a darle una solución?

—El final de un libro depende en gran medida de su propia dinámica. Tal como la novela se fue formando resultó inadecuado un final que fuera al mismo tiempo una síntesis general. La multiplicación de los narradores exigía la multiplicación de las soluciones. Además, y eso lo descubro ahora, el hecho de que el conflicto que genera la acción no se resuelva, devuelve al texto parte del carácter verosímil que la trama inicial le había quitado.

—En tu novela, no puede decirse que "los malos" están de este lado y "los buenos" del otro. No es una novela maniquea, no estamos en las antípodas. ¿Los estereotipos e ideas preconcebidas o esquemáticas pueden contaminar el disfrute de una obra de ficción?

—Sin duda. Algunos lectores estarán más o menos inclinados que otros a disfrutar de una fantasía si ésta les recuerda algo importante para ellos o si no logran desligar lo real de lo imaginario. Así como la realidad, la de los hechos y la de los prejuicios, se inmiscuye en la creación también interfiere en la lectura. Contra los prejuicios el escritor tiene el escudo de su ética personal y profesional, pero la lectura también pone a prueba nuestros propios valores éticos y nuestra capacidad de abstracción.

—¿Esta novela es un grito de alerta, la concreción de una pesadilla (para algunos), un retrato de las víctimas, la denuncia de la indiferencia…?

—Para mí es sólo un reto de creatividad, un rompecabezas de situaciones, de caracteres y de destinos enfrentados a soluciones de orden técnico y a métodos que hay que reinventar para encontrar el camino hacia una síntesis final dentro de un ambiente dramático. Para el lector es una aventura diferente que se desarrolla en su interior echando mano a sus instintos, a sus ideas, a sus fantasmas o a sus convicciones políticas o religiosas. A cada lector toca rescribir el libro de una manera que será siempre diferente a mis intensiones o a mis pretensiones.

—Un poeta laureado pasa a la narrativa de largo aliento. ¿Significa una búsqueda de nuevos canales de expresión, de otros públicos, o de formas más adecuadas para lo que tienes que contar?

—A veces he querido escribir un cuento y me ha salido un poema como me sucedió con "Flagellum Dei". Otras he comenzado una carta y he terminado con un cuento como pasó con "Ay Rosalía". La novela es un género que permite una libertad diferente a la de la poesía. Mis novelas, hablo en plural porque escribiré otras, siempre han estado en mí, las he estado construyendo a lo largo de mi vida mientras hacía otras cosas. Creo que a todos, escritores o no, nos pasa lo mismo y arrastramos algunos proyectos hasta que llega un momento en que las condiciones espirituales, técnicas, de tiempo o de oportunidad nos permiten realizarlos.

—Tú ha hecho vida, y vida literaria, fuera de la isla. ¿Qué ventajas o desventajas tiene la distancia?

—Vivir en el extranjero aunque disfrutes de privilegios es siempre una forma de exilio y el exilio te permite repensar tu vida y tu país bajo una óptica desapasionada, ver el bosque desde una montaña, ver la tierra desde el suelo lunar, verte a ti mismo desde afuera. Te da una libertad de pensamiento que a menudo, en un ambiente de opinión más uniforme, no puedes acceder. Te cura muchos prejuicios y te pone en contacto con puntos de vista diametralmente opuestos a los tuyos. Te obliga a mirar dentro de ti con tus propios ojos y no con los ojos de los demás, pues en el extranjero eres como invisible y si quieres existir debes descubrir, hurgar en sus propias entrañas hasta dejar traslucir tu yo íntimo y verdadero.

—Dijo Susan Sontag que "la poesía debe ser exacta, intensa, concreta, significante, rítmica, formal, compleja". ¿Compartes estos calificativos? ¿Cuáles serían los tuyos?

—A la parte intelectual, racional del hombre le resulta difícil aceptar el carácter silvestre de algunas cosas. Susan Sontag era una mujer excepcional, y cuando uno posee una mente analítica, una sensibilidad y una erudición como la de ella es difícil no tratar de definir lo indefinible. Quizás la poesía es todo lo que ella dice, pero creo que nunca será sólo eso y siempre será más que eso. [Ruth Herrera, Repuublica Dominicana, periodista y editora]

Literatura. ¿Confrontación o sosiego?


Por Edgar Borges | © Rebelión
Fuente: mediaIsla, Boletín 1150

El gusto es libre. Y relativo. Hay muchas literaturas. Y es sano que así sea. Sin embargo, quizá hoy, como nunca antes, una niebla global cubre buena parte de la obra literaria (que descubrirán los exploradores de un tiempo futuro).

La literatura enfrenta al lector a su imaginación. El sólo hecho de pensar es un ejercicio que invita a replantear cualquier realidad, por muy absoluta que ésta se pretenda. Despertar la inventiva del lector ha sido trabajo importante para los escritores de cualquier época y género. Charles Dickens, por ejemplo, en su momento fue considerado un autor de éxito. Incluso, era poseedor de una habilidad que le permitía vender muy bien su obra y su imagen pública. Pero, en paralelo a este valor (que hoy, quizá sería considerado "comercial"), ¿quién podría negar el poder fabulador de Dickens que (como telaraña) le posibilitaba al lector el conocimiento de nuevas realidades? Para hacer creíble una aventura, es necesario (de parte del autor) ubicar, en su justo equilibrio, documentación y palabra. Hay otros escritores, un tanto más osados, que de manera planificada asumen el objetivo de incomodar al lector. Unos logran esto con el contenido y otros con el discurso; también hay quienes se valen de ambas estrategias para inquietarnos la existencia. Ejemplos hay muchos, desde el absurdo que, como telaraña, Franz Kafka arrojaba sobre historias cotidianas, hasta el juego laberíntico que proponía Julio Cortázar. En cada asesinato que cometía un personaje de Edgar Allan Poe había una apuesta por la indagación de la conciencia. Lo bestia y lo sublime, como en la vida, habita en los personajes de la literatura de confrontación interior.

No obstante, el siglo XXI nos ha caído encima con la saturación de una literatura de consuelo. Se trata de una avalancha de libros cuyo objetivo, más que enfrentar, pareciera ser estupidizar. ¿Quién dijo que La metamorfosis de Kafka o El extranjero de Camus no entretienen? Sí, entretienen a la estupidez mientras ponen a trabajar a la inteligencia. La literatura de consuelo asalta cualquier tema y lo banaliza, lo desdibuja, como si su función fuese darle a la palabra un uso adormecedor. En la otra acera, la de la madre calle, está la ficción que derrumba y construye realidades. Ya lo sabemos, la ficción es una mentira (otra realidad) bien contada. Pero, para lograr levantar historias confiables, hace falta, más que un tema, la convivencia entre documentación, verosimilitud y verbo. Lo que se le cuestiona a Dan Brown, por ejemplo, no es que pretenda (y lo pretende) contar historias de catedrales, sino el bajo nivel investigativo y verbal que dispone para alcanzar su meta (el otro día soñé que Dan Brown se había encontrado con Arthur Rimbaud en pleno desierto. El primero reaccionó como si se tratara de una pesadilla; mientras, el segundo, a larga distancia supo que todo era un espejismo).

Lo peor de estos espejismos es que a partir de que algo semejante se convierte en una realidad impuesta (por el mercado), aumentan los asaltos a toda clase de temas. Recuerdo el Fantomas que Julio Cortázar puso a luchar contra un exterminador de escritores. Se me ocurre que hoy necesitamos un superhéroe (quizá el mismo lector) que batalle contra los asaltantes de literatura.

A propósito de la publicación de Caín, la nueva novela de José Saramago, Pilar del Río, periodista y esposa del escritor, asegura que "estamos ante un libro que no nos dejará indiferentes, que provocará en los lectores desconcierto y quizá alguna angustia". Y, por si surgiera temor en algún posible lector, Pilar aclara que "la gran literatura está para clavarse en nosotros, lectores, como un puñal en la barriga, no para adormecernos como si estuviéramos en un fumadero de opio y el mundo fuera pura fantasía". Sobre el tema, el propio Saramago sostiene que escribe para "desasosegar profundamente" al lector.

Pero no nos alarmemos; la gran literatura goza de muy buena salud. Sólo ocurre que, en tiempos de niebla, anda transitando los subterráneos del mundo. [Edgar Borges, escritor venezolano.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Los ateos tienen también su dios


El filósofo italiano Gianni Vattimo se pregunta los porqué del creciente interés por demostrar que Dios no existe.

Por Gianni Vattimo | © Clarin

Fuente: mediaIsla, Boletín 1150

¿Por qué tanto interés en demostrar que Dios no existe? Es una pregunta que, ciertamente, gente como Hitchens refutaría, o al menos zanjaría de inmediato, diciendo que la verdad merece ser conocida más allá o más acá de cualquier interés. Sin embargo, eso de por sí torna sospechoso su enfoque. Como enseñó Nietzsche, quien habla de la verdad como un valor supremo muestra que todavía cree en un dios último. Pero entonces, si no puede, y no debería, invocar el amor por la verdad, ¿por qué a Hitchens le preocupa tanto la demostración de la no existencia de Dios? Sobre todo, teniendo en cuenta que, como observan muchos semi-creyentes, si Dios existe, la verdad es que hace sentir muy discretamente su presencia.

Podemos aventurar una hipótesis, que vale no sólo para Hitchens sino para todos los numerosos ateos militantes que comparten su mismo programa. Quieren demostrar que Dios no existe porque "perturba", o mejor: porque constituye un límite para nuestra libertad. De ahí que tenga sentido oponer a Nietzsche al ateísmo racionalista de Hitchens y otros semejantes. ¿Someterse a la verdad es realmente mejor, para nuestra libertad, que someterse a Dios? Si tomamos, por ejemplo, el iusnaturalismo en la ética y la filosofía del derecho, someterse a la ley (derechos y deberes) "natural" ¿es realmente mejor que someterse a Dios?

Los ateos racionalistas deberían ser más coherentes. Tendrían que adoptar el lema que servía de título a un texto anárquico de hace un tiempo, de Hans Peter Duerr (si no me equivoco): Ni dieu ni mètre –ni dios ni metro–. Ni dios ni orden racional del mundo que deban ser respetados; o también: ni dios ni verdad científica asumida como base para una conducta racional. En suma: el orden objetivo que la "razón" descubriría en la realidad, y que estaría al alcance de la razón de "todos", es tan poco liberador, y peor quizá, que el dios de la tradición. Naturalmente, el dios cuya no existencia se demuestra según Hitchens es el dios de nuestra tradición –una entidad personal que habría creado al mundo y al hombre y con la cual el hombre puede ponerse en comunicación para conocer su voluntad, sus propósitos, su eventual plan de salvación–. ¿Podemos decir el dios cristiano? Si es así, y creo que es así, considerar a este dios como un obstáculo a la libertad y a la responsabilidad del hombre tiene poco sentido; o por lo menos, se funda en un error, pues de quien nos quieren liberar es del dios-poder que quiere imponernos su autoridad a través de todo tipo de exigencias y prohibiciones. En esto, puedo estar más de acuerdo con Hitchens que un creyente.

Para los creyentes, al contrario, justamente para salvar la propia fe, sobre todo en este momento de la historia en que el multiculturalismo nos ha hecho conocer tantas experiencias religiosas distintas, es decisivo separar a dios de toda disciplina clerical, de toda pretensión de poder de imposición sobre la libre elección del hombre. Desde el punto de vista del interés por la libertad, en cambio, se debería reconocer que la idea de un dios personal que nos comunica su voluntad y sus propósitos es mucho más aceptable que la de un orden objetivo que, ciertamente, como en Spinoza, nos invita a "no llorar ni gozar, sino solo entender" la necesidad lógica de todo. No precisamente un gran avance para la libertad que se intentaba salvar.

Es cierto que de este dios tenemos noticias sólo a través de textos mitológicos, nunca lo descubrimos en una experiencia sensible o mediante un procedimiento científico ordenado. No es un "fenómeno", diría Kant; o, como escribe en cambio más claramente Bonhoeffer, "un dios que está (como una cosa, un objeto de posible experiencia) no está". Y sin embargo, todos tenemos el sentimiento, sí, como una impresión de fondo de la que no podemos liberarnos, de que nuestra existencia fue hecha posible, en sus aspectos afectivos, de evaluación, de elecciones morales, solo por esa herencia mitológica, en cuyo interior, por otra parte, maduró también la mentalidad científica de la que Hitchens quiere ser defensor.

El dios cuya no existencia es demostrada (sin turbarnos en absoluto) por Hitchens es el que, por el contrario, pareció tan a menudo demostrable (de San Anselmo a Descartes) a los filósofos; si ese dios existiera, adiós libertad, estamos de acuerdo. Pero es justamente el "dios de los filósofos", al que ya Pascal consideraba poco creíble. Las iglesias, y en primer lugar la Iglesia católica, pensaron que debían predicar al dios de Jesucristo como si fuera ese dios "demostrable"; y cometieron ese error por puros motivos de poder –el Dios que la razón "demuestra" parece portador de una autoridad más absoluta y universal (pensemos en cómo la Iglesia insiste en el hecho de que "por naturaleza", el matrimonio "naturalmente" heterosexual es indisoluble, y así puede prohibir el divorcio también a los no creyentes. Y así sucesivamente). El dios en el cual siguen creyendo los creyentes no tiene nada que ver con el dios, inexistente, de Hitchens. Su libro puede, en cambio, ayudar a todos a liquidar la siempre resurgente tentación de identificar la palabra divina con alguna autoridad despótica, llámese la iglesia o la "ciencia". [giecoleon]