Por AGUSTÍN GARCÍA SIMÓN | © BabeliaAntes de la escuela de Annales y de que el marxismo impregnara la interpretación de la Historia con pretensiones científicas y métodos capaces de generar leyes universales, la Historia escrita discurrió por cauces descriptivos y narrativos que, no obstante la dificultad del empeño, alcanzaron cumbres memorables. La estela que dejaron un E. Gibbon o un J. Burckhardt, si se quiere entrar en la Historia cultural más exquisita, bastarían para ilustrar un legado de belleza inmensa, en que la sensibilidad, intuición y precisión del lenguaje literario mostraron una forma de abordar los hechos y cultura del pasado perfectamente compatible con el rigor de la investigación y los métodos de su época.
Luego de un largo tiempo en que la historiografía estuvo mal vista si no iba, necesariamente, escoltada por un aparato crítico desmesurado, y flanqueada por un ejército sobrado de gráficos y estadísticas, para demostrar que la causa de la revuelta, la revolución o el conflicto social había sido la subida del precio del trigo, la narración y escritura de la Historia fueron recuperando lentamente su crédito como instrumento no sólo complementario y bello de la fría aportación documental, sino como el medio idóneo para hacernos comprender la condición humana. Al cabo, el placer y la instrucción que encierra la literatura se han unido de tal forma a la Historia en las últimas décadas que, con la tiranía del mercado y la ignorancia profunda de una sociedad culturalmente tan degradada como la nuestra, han borrado en el gran público de consumidores la distinción volteriana de Historia y fábula, y convertido el género de la novela histórica en uno de los productos más rentables del negocio editorial en la actualidad.
La novela histórica deseable sería aquella que sobre el cañamazo de la documentación rigurosa tejiera la reconstrucción fabulada de la Historia, con respeto escrupuloso al tiempo y espacio en que se desarrolle. Cualquier agresión o atropello a alguno de esos elementos arruina automáticamente el proyecto estético o convierte en mamarracho el intento. Otra cosa bien distinta es que lo deseable y vendible sea precisamente el mamarracho, la historia disparatada donde la ucronía y el anacronismo sustentan ficciones solamente entendibles o apetecibles por el neoanalfabetismo ambiente, que nutre un consumo lector masivo y aborregado, idiotizante.
La temprana sífilis de Carlos V, el hedor nauseabundo de la septicemia de Felipe II en las interminables semanas de su agonía o la irrefrenable y chulesca lascivia de Felipe IV, por echar mano de aspectos gruesos de nuestros propios austrias, son atractivos y hasta fascinantes motivos para la narrativa historiográfica o su misma fabulación, pero tan valiosa materia sucumbirá en el mismo momento en que aparezca el más leve asomo de manipulación, estupidez esotérica o grosería, que son, con otros muchos, los ingredientes que venden. La belleza auténtica de la reconstrucción histórica en clave narrativa, ya sea historiográfica o ficticia, creo que está en la verosimilitud estricta de lo descrito y contado, del engaste perfecto con que nuestra sensibilidad revive las sensaciones del pasado muerto y lo hace latente y perceptible. Así procedieron Graves, Lampedusa o Yourcenar, por ejemplo, y hoy siguen conmoviéndonos como el primer día. [Agustín García Simón (Montemayor, Valladolid, 1953) es editor y escritor. Autor, entre otras obras, del libro de relatos Cuando leas esta carta, yo habré muerto (Siruela. Madrid, 2009) y de El ocaso del Emperador. Carlos V en Yuste (Nerea, 1995)].
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