Por Mery Sananes | © mediaIslaLa aventura de adentrarse en un libro sin otra referencia que una portada y un título, algunas notas respecto a un autor con abundante obra publicada y premiada, nativo de República Dominicana y hoy convertido en importante académico de una universidad norteamericana, es sin duda un reto. Hablamos de Rituales de la Bella Pagana, de Fernando Valerio-Holguín, editado en Santo Domingo, en el 2009.
Más difícil aún cuando desde el inicio del texto el autor ya nos anuncia que estamos frente a un libro-collage, caótico como el amor, mitad dolor, mitad ficción, en el cual cohabitan leyendas, mitos, rituales paganos celtas, con diálogos escuchados en bares, confesiones de amigos y disertaciones filosóficas de varia naturaleza.
Es decir que nos toca recorrer desde El collar de la Paloma de Ibn Hazm hasta el Mar Caribe jamás ausente, cuando se trata de alguien que ha nacido a sus veras. Un libro construido sobre una metáfora que es a su vez, un ritual, una leyenda, una historia o un invento, que gira en torno a tres elementos que se convierten en uno: el amor, el vino y la poesía.
Difícil determinar si La Bella Pagana es la excusa para hablar sobre el silencio, la soledad y el amor que jamás cristaliza, a pesar de que se construye y reconstruye a si mismo en cada página del libro y de la vida, o si ella es el centro de lo inaccesible para llegar a conclusiones semejantes. En todo caso, ella o Angélica que es lo mismo, no es más que un esbozo de felicidad, la sospecha de un sufrimiento grande, un proyecto de sueño, de pasión y deseo, en fin un proyecto de incertidumbre.
Un libro espiral, una especie de laberinto que tiene un eje al que se vuelve sin volver, que atrapa sin atrapar, que enamora sin que el amor pueda durar más de siete días multiplicados por cuatro, en las estaciones del deseo, para llegar sin escapatoria a la estación del olvido, donde poeta, pintor y filósofo, se convierten en una misma figura contemplativa de aquello que no se habrá de recordar.
Un lenguaje exuberante, propio de una media isla que sabe de árboles frutales, de bares como confesionarios y del licor que destila las memorias que no llegan a ser olvidos. Lo más extraordinario y a la vez con lógico sentido es que aquella Bella Pagana, que reúne todos los requisitos del amor apasionado y resplandeciente, que conjuga todas las sensualidades y avenidas por donde corre un amor que se derrama como un vino, o un río sobre su presa, ofrendadora de su belleza en todas las facetas de la estación de los espejos, jamás llega a conocer el amor.
Y esa pagana de los rituales de luna, en toda su esplendorosa magnificencia, que atrae a todo el que llega a verla, asume sin desearlo su función de herida y sueño inconcluso, al ser violentada, como si el amor fuese sólo esa carga de sensaciones y voluptuosidades, más allá de ese vacío que se mueve en su interior y que ella devuelve a quien se le acerca, para ratificar que en un mundo sin amor, no existe la posibilidad del amor, ni aún traspasando los misterios de una deidad.
Porque tanto en el pintor, como en el poeta y el filósofo, el amor termina en el silencio de la desmemoria, porque no hay cómo ir más allá de la piel hasta rescatar a la bella pagana de su propia cárcel de belleza y sensualidad. Y con ella a quien sucumbe ante sus encantos y fascinaciones. Es un libro de amor donde el amor es el gran ausente.
Dígame qué increíble paradoja, que sin embargo pareciera contener el misterio y la clave de lo que está allí no para ser descifrado ni conocido, sino vivido, aunque en ese vivir se concluya en la estación de los olvidos, o condenado a una memoria móvil que es sólo un celaje de algo que es o no es, que se sueña y no se vive, pero que determina el vivir que no sería si no se refleja el sueño en el dolor que es compañero del amor, y a su vez del silencio, la poesía y el vino que sirve para hacernos descreer de unos y otros.
Lo que lo convierte en in imán es que no hay quien no haya soñado una Bella Pagana, o quien no haya hecho del amor pasajero que alienta la soledad del bebedor, del poeta, del filósofo, del pintor, y hasta del maestro, una transfiguración de todos los deseos y todos los sueños que están a flor de piel y en el interior de uno mismo, cuando del amor se trata, del olvido y la memoria, del silencio y la palabra que no conjuga sino lo que es inaccesible.
Y el autor se encarga de reiterarlo, una y otra vez, cuando sintetiza de qué trata esta historia sin historia, que a la vez determina sus rasgos. Una historia frágil como el amor, plural en la memoria de los espejos, que es un paraíso y la sospecha de una dulce agonía de felicidad. La historia de un agua que sufre y brota de las cuencas profundas de unos ojos cansados, una historia de fuego, soledad y desconsuelo, plural como la noche callada y también como una lágrima en busca de una caricia.
La historia de unas pupilas amargas mirando un pájaro alzar el vuelo en el alto cielo de la estepa, y también en la historia de un lento, punzante placer sin amor en el centro mismo de una constelación, sobre la alfombra de blancos nardos teñidos de sangre
Es la historia de la Bella Pagana que un día juró amar y al siguiente comenzó a diluirse en el sueño como un hilo de un agua muy fría de enero. La desgarradora y larga nota en la cuerda de un cello, la visión fugaz de una manada de panteras atravesando la noche esteparia. Un cielo apacible en agosto y unas palabras que duelen porque son ciertas.
Allí en cada una de esas indefiniciones está el juego y la tragedia, la risa y el dolor de lo que se conjuga y no se logra, lo que se sueña y no se inventa, lo que se quiere y no se alcanza, pese a que pase por las cuatro estaciones del espejo, del fuego, del hechizo y del hambre y sed, siete días en cada una, para que luego sobrevenga un siglo de ausencia y olvido.
¿Libro de la ausencia? Si como dice el autor, esta historia hubiese sucedido en el Caribe habrían brotado enormes corazones verdes enredados en las columnas de algún palacio abandonado, y habría brotado la sangre en la rabia secreta del puñal. Y si esta historia no sucede en el Caribe, del Caribe viene el autor, y la Bella Pagana se le antoja al poeta, plural como el vasto cielo del Caribe, aunque esté hoy anclado en las estepas de Colorado. Y ese caribe azul de aguas no pasa en vano por la historia.
Por eso la leyenda cobra nueva vida, y el amor alcanza cúspides que la palabra resguarda, aunque luego se despeñe. Por eso la Bella Pagana se hermana con Zamilda, ese personaje que se mueve en Memorias del último cielo, sin épica, sin orfebrerías célticas, pero bañado en las aguas de un atlántico que deja siempre huellas de amor en quien se moja en ellas.
Un recorrido, en fin, que le da cuerpo y vida a los sueños que cada quien ha tenido de hacer del amor mucho más que una catástrofe, o que la terrible desesperación del discípulo a quien el Maestro sumerge en el agua hasta casi quitarle toda respiración. Y sin duda, mucho más que el olvido.
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