Norman Mailer entendió como nadie a Muhammad Ali: "Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un paso atrás para ceder su lugar a los demás actores"
Por JUAN GABRIEL VÁSQUEZ | © Babelia
Fuente: mediaIsla.net, Boletín 1124
El boxeo ha tenido tres grandes escritores en la segunda mitad del XX, pero sólo uno de ellos puede ponerse un par de guantes sin que la imagen, por la razón que sea, nos parezca incoherente. George Plimpton era un aristócrata fascinado por el boxeo como fascina a un antropólogo una nueva tribu, y la silueta delgada y diminuta de Joyce Carol Oates no invita a pensar en grandes batallas sobre el ring. Pero Norman Mailer, el único heredero de Hemingway, el hombre de acción que fue veterano de guerra y candidato a la alcaldía de Nueva York, que tuvo seis esposas y atacó a una de ellas con un cuchillo, que le mordió una oreja a un actor al mejor estilo Tyson, el hombre de la personalidad desmesurada y autor de desmesurados libros, él sí: él sí tenía la rara combinación de presencia física y aura psicológica que asociamos con los grandes boxeadores. En una palabra: tenía el ego. Su ego monumental explica esa fascinación que sintió siempre por Muhammad Ali, y explica, por supuesto, el éxito con que llevó a cabo la empresa, mucho más difícil de lo que parecería a simple vista, de escribir sobre él. Mailer le dedicó esa maravilla que es El combate -la crónica sobre la pelea Ali-Foreman en Zaire, en 1975- y una de sus mejores piezas periodísticas: En la cima del mundo. En la cual, como no podría ser de otro modo, Mailer comienza hablando de egos.
"Muhammad Ali se presenta como el más perturbador de todos los egos", escribe Mailer. "Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un paso atrás para ceder su lugar a los demás actores". Para Mailer, Ali tiene el ego más grande de Estados Unidos: "Lo que distingue el noble ego de los boxeadores profesionales del ego más ruin de los escritores es que los primeros viven experiencias en el ring que a veces resultan grandiosas, incomunicables, sólo comprensibles para otros boxeadores que han alcanzado un nivel similar o para mujeres que han tenido que vivir cada minuto de un angustioso parto: experiencias que son, en último término, misteriosas". A ese misterio en general, y al misterio en particular que es Muhammad Ali, se dedica Mailer durante estas setenta páginas, y su material de estudio no podría ser mejor. En 1971 Ali, antiguo campeón de los pesos pesados, intentó recuperar el título ante Joe Frazier; y la pelea, por lo que había sucedido en los tres años y medio precedentes, por el ambiente social y político que se vivía en Estados Unidos, era mucho más que el intento de volver a apropiarse de un cinturón. "El combate del siglo", la llamó esa hiperbólica manía norteamericana: pero esta vez la hipérbole se ajustaba a la realidad.
Y es por eso que el magnífico prólogo de Andrés Barba es tan necesario en este libro. La crónica es Mailer en estado puro; pero es imposible vivirla como merece ser vivida sin haberse empapado de antecedentes. "Para entender cabalmente el texto", escribe Barba entre muchas otras iluminaciones, "hay que retrotraerse unos años atrás, a una entrevista un tanto accidental realizada por un periodista llamado Lypsite para el Philadelphia Inquirer". Estamos en 1967; la guerra en Vietnam acababa de estallar, y Ali era candidato al famoso draft. El resto, bueno, el resto lo recuerdan los lectores: el periodista preguntando qué opinaba Ali de la guerra, y Ali pensando un rato y respondiendo al cabo de un instante de esos que cambian vidas: "A mí el Vietcong ése no me ha hecho nada". En el original: "I ain't got no quarrel with them Vietcong". Una frase inculta, una frase espontánea, una frase carente de la premeditación que Ali, ese ilustre insolente, daba a cada cosa que le salía de la boca. Esas ocho palabras están por todas partes en el combate con Frazier, lo moldean, lo deciden. Porque Ali, tras negarse a ir a la guerra, fue sancionado y, aunque logró evitar la cárcel, no evitó la prohibición de pelear. Así que la crónica de Mailer sorprende a Ali en un momento difícil: ya no es el hombre que flota como una mariposa y pica como una abeja. Es un hombre golpeado, un hombre hundido por los mejores esfuerzos del sistema. Un hombre que ya es historia.
En la cima del mundo es parte de las razones por las que las novelas de Mailer, para muchos, no están a la altura de su mejor nonfiction. Es el guante que encuentra su mano: pocas veces un tema se había topado con su autor con esta propiedad. Los textos de Mailer sobre Picasso o sobre Marilyn Monroe son grandes ejemplos de su penetración psicológica -Mailer era capaz de entender la esencia de sus víctimas de una mirada-, pero en los escritos sobre Ali revela un grado más alto de sintonía: en sus palabras, en las páginas de El combate y de En la cima del mundo, uno de los hombres más complejos del siglo XX es casi (subrayo casi) comprensible. Mailer entendía a Ali probablemente como nadie lo ha entendido, porque un campeón de pesos pesados y un escritor que se veía como Mailer se veía no son, en el fondo, distintos. "Cuando se alzan con el título de campeón", escribe Mailer de los pesos pesados, "empiezan a tener vidas interiores comparables a la de Hemingway, Dostoievski, Tolstói, Faulkner, Joyce, Melville, Conrad, Lawrence o Proust". Son los mismos nombres que Mailer, según declaró una vez, tenía en mente a la hora de escribir.
En una de las últimas entrevistas que dio, poco después de publicar El castillo en el bosque, Mailer imaginó que llegaba al cielo y un ángel le preguntaba cómo le gustaría reencarnar. "Bien", respondía Mailer, "me parece que me gustaría ser un atleta negro. No importa dónde me pongas, estoy dispuesto a correr riesgos. Pero sí, eso es lo que quiero ser, un atleta negro". Leyendo En la cima del mundo podemos aventurar en quién estaba pensando.
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