Por Daniela Cruz | © MEDIAISLAEl poeta siempre está solo. De hecho, es un pleonasmo. Poeta es tan sinónimo de soledad como lo es del amor o la pasión, la emoción o la tristeza. Los poetas sienten muy fuerte las emociones, los dolores, las traiciones, la vida. La poesía es la capacidad de rompernos la piel para sentir en las carnes el sol. En El color de la soledad, Pedro Ovalles se permite desollar al poeta, (porque desnudar está muy manido) meterlo adentro del fuego, volverlo uno con las materias y las circunstancias. El poeta es incapaz de abstraerse de los temas universales, de los temores y preocupaciones y Pedro lo comprende muy bien.
La soledad tiene sus colores y esos colores vienen dados por la presencia que como espejismos se evocan y se acercan. Nunca estamos verdaderamente solos: la evocación de la ausencia es ya presencia. Y esta contradicción entre la soledad del poeta y la no soledad de los seres humanos es lo que encontramos aquí. Esas vetas coloridas como el amor, el sexo, la mujer, la religión, la espera, Dios, la naturaleza, la ciudad, el tiempo testifican el poder de las palabras para dar existencia a las cosas, porque "basta que sea nombrada para que sea presencia como lo es el viento, como lo es el agua".
Los versos se amontonan rememorando el pasado, lo aprendido duramente al final de la jornada, cuando confesamos a la almohada los demonios combatidos. Reconocen la imposibilidad de tocar realmente el interior de las cosas, que aún el fuego mencionado anteriormente guarda siempre su intimidad, su espacio restringido. Todo el poemario es un discurso sentencioso, verdades de aplicación en la vida cotidiana.
El poeta afirma la inocencia del amor, su posibilidad dolorosa, la satisfacción que brinda ese sentimiento en el tiempo. No puede desligarse de esa convención cultural que lo vincula con el sexo, incluso lo reivindica como "hostia necesaria para poder vivir y conocer a Dios"; y lo evoca en el mismo sentido cuando lo vuelve requisito para el amor: "para amarte solo hay que provocar el fuego".
Este poeta se muestra heterosexual, pero no machista, y en su discurso la mujer, aunque destino de sus deseos y pasiones, es un sujeto sexual, que actúa con la misma soltura con que lo hace en la realidad soterrada de los convencionalismos.
No somos inmutables, el contacto con el exterior nos cambia, nos vuelve otros iguales y distintos a la vez. Y esos cambios despiertan la ansiedad de la búsqueda, del encuentro, la celebración de la vida, de lo bello y lo terrible.
El tiempo también es otra de las preocupaciones del poeta y su relatividad se manifiesta, por eso afirma que "la eternidad es un oscuro instante". Y tal vez es ese instante en el que la soledad "se torna en reunión de dioses".
Pero no. Lo dejaremos hasta ahí. No diremos nada de lo anterior, eso lo dirían los eruditos, los teóricos, los críticos de arte, los grandes intelectuales de la literatura. Empecemos diciendo que El color de la soledad miente. Dice que tiene 50 poemas, cuando en realidad son 49 porque el 36 es el 28 repetido. Que hay poemas largos y poemas cortos, buenos y malos, filosóficos y sentenciosos, sexuales y citadinos, celestiales y sufridos, conversados y declamados, fuertes y débiles, dulces y salados, agrios y amargos. Miente cuando nos inventa relaciones que no existen, nos pinta universos deseables, nos vuelve más miserables, nos enrostra posesiones que carecemos, nos hace creer en Dios pero nos envía al infierno de la soledad que pregona colorida.
Este poeta que supuestamente habla en El color de la soledad no existe. Y no existe porque el poeta es un personaje que nos inventamos los vivos para manipular la realidad, para poner en lágrimas de mujeres lo que no podemos defender con manos de hombres. Una caricatura que vocifera asustado, que es cursi y también renovado, un reflejo de su creador, una sombra agrandada de las oscuridades que escondemos en las palabras.
El color de la soledad nos miente, con Moca idealizada gracias al orgullo patrio, con Santiago evocada desde su percepción limitada al Cerro del Castillo. Nos engaña con la eternidad, con el silencio. Nos fabula, nos habla de amor como si fuese la cura para todos los males (hasta la envidia), pinta inocente esa enfermedad jodida y contagiosa. Sublima el abrazo, esa falacia que se inventaron los traidores para clavar el puñal sin mirar a los ojos. Pedro Ovalles se vale de estos poemas para mentirnos. Nos miente y le dejamos mentir, para poder luego mentir nosotros. Y la mentira en el fondo es una búsqueda desesperada de la verdad.
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