martes, 29 de diciembre de 2009

El mal del tiempo o el poder invencible de Las Parcas


Por José Tobías Beato | © mediaIsla

El mal del tiempo comienza con un epígrafe de Antonio Tabucchi: "del mal del tiempo le había quedado la costumbre de invertir los hechos, de modo que contaba comenzando por el final y remontando hasta el principio, o mezclando caóticamente las historias más diversas." Sin duda, así es en toda la novela de René Rodríguez. Caen, como en un saco abierto, múltiples acontecimientos que a la par van transformando al protagonista en diferentes seres, que la memoria mantiene unidos en un solo sujeto. A cada uno de esos momentos y seres se accede ordinariamente mediante la música, la cual desata toda una vorágine de pequeñísimas pinceladas vitales similares a las que Pissarro usó para su pintura Vista de Ponsoise. Impresiones que crean expresiones puntillosas hasta conformar un angustioso cuadro existencial.

Pero antes de entrar en consideraciones sobre la obra en sí, creo pertinente señalar el auténtico mal del tiempo sobre el que narra René: tenemos que hablar primeramente del doctor Balaguer, que era quien presidía el gobierno donde transcurre el tiempo de la novela de René Rodríguez Soriano. Tenemos que hablar del mal del tiempo que barrió ilusiones y creó nuevas situaciones y alternativas, pues si no procedemos así, el que no haya vivido tales años, ni sea dominicano, no podrá entender a cabalidad la novela.

Es necesario precisar todo esto pues, aunque no soy crítico de oficio, cuando ejerzo la crítica pretendo seguir el punto de vista que Ortega y Gasset sugirió al momento de estudiar el estilo de Cervantes: la crítica, antes que corregir al autor, ha de dotar al lector de un órgano visual más perfecto, permitiendo así que la obra, al momento de ser leída, sea completada por quien se toma el trabajo de hacerlo.

Para ello es vital que el crítico introduzca todos los "utensilios sentimentales e ideológicos merced a los cuales puede el lector medio recibir la impresión más intensa y clara de la obra, que sea posible" (Ortega, Meditaciones del Quijote, pág. 29, Revista de Occidente en Alianza Editorial). Es decir, es decir, hay que subrayarlo con creces, que la crítica es, ante todo, el estudio de la obra, no la biografía de quien la creó. Porque es muy común que de la obra se pase rápidamente a las consideraciones sobre la vida del autor, llenándolo a veces hasta de improperios por el mero hecho de haberse atrevido a crear.

Una vez más: la crítica no es biografía, aunque a veces proceda cierta información personal, especialmente si se trata de obras con rasgos autobiográficos Radicalmente: el papel del crítico no es el del mal llamado periodista sensacionalista, divulgador de pecados y chismes. En todo caso, demasiada información personal con toda seguridad que perjudicaría la atención del libro. Por eso dice Anne Michaels (The Winter Vault, Piezas en Fuga) que "de verdad creo que leemos de manera distinta un libro cuando sabemos los detalles más banales de la vida de su autor".

Por eso me propongo hablar primeramente del aparente pacto de Joaquín Balaguer con Las Parcas, especialmente con Láquesis y la que llevaba el sobrenombre de "La inexorable", porque era la que prolongaba o cortaba la vida arbitrariamente, desde su residencia en lo más profundo del infierno, en el lugar siniestro que los griegos llamaban Tártaro, donde pagaban condena los más odiados por los dioses, como Sísifo por mirar y contar el rapto que de una joven hizo Zeus, y Tántalo, por haber osado poner a prueba a los inmortales. Las "Parcas", conocidas también como las "Moiras", son tres seres míticos. En la antigua Grecia se las representaba usualmente como unas ancianas de rostro severo. Una severidad que era temida hasta por los dioses, incluido el mismísimo Zeus, aunque se supone eran sus hijas, nacidas de la que fuera su primera mujer: la titánida Temis, madre también de Las Horas, de la Paz y de la Justicia.

Las Parcas, a cada sujeto, ya fuese hombre o dios, le asignaban una porción de bien y otra de mal. Para ello hilaban o cortaban. El problema con ellas es que una vez tomaban una decisión, nadie podía interponerse o cambiarla: lo decidido podía considerarse como hecho consumado de inmediato, para bien o para mal, aunque tardase en ejecutarse. Sus decisiones eran pues, fatalmente implacables. De ahí el temor que inspiraban. Cloto hilaba un solo hilo: el de la vida. El variado hilado de Láquesis asignaba el destino de cada cual y la duración de cada acontecimiento. Como quien dice, manejaba "la suerte". En cambio la Atropo, "La inexorable" que ya dije, portaba en sus manos viejucas una afilada tijera con la que cortaba el hilo de la vida en el momento más inesperado, con frecuencia cuando mejor se estaba, luego de muchísimas luchas.

El asunto viene a cuento, porque es necesario saber que el doctor Balaguer (para los no dominicanos, nada que ver con el fundador del Opus Dei, ni con el municipio catalán que lleva tal nombre), vivió más de noventa años y estuvo cerca del poder o fue el poder por casi setenta años. Efectivamente, fue el orador preferido del dictador Rafael Trujillo Molina, escogido poco antes de que el general iniciase su campaña electoral en 1930. Su asesor en momentos difíciles como cuando la matanza de haitianos que aquel ordenó en 1937, en una limpieza étnica que acaso llevó a la tumba a más de veinte mil. Y el hombre que el tirano escogió para sustituir en la presidencia a su hermano Héctor, cuando tras el intento de asesinato del presidente venezolano Rómulo Betancourt, la Organización de Estados Americanos (OEA) determinó sanciones económicas y el rompimiento de relaciones diplomáticas con la República Dominicana.

Esto es, que cuando el generalísimo Trujillo fue ultimado a tiros, porque al parecer no había otra forma de salir de su férrea dictadura, la noche del 30 de mayo de 1961, Joaquín Balaguer era el presidente. Un hombre que evidenció un talento y una sangre fría increíble a la hora de forjarse su destino: bregó y salió triunfante de la ira de los Trujillo, una vez muerto su jefe. Se desembarazó de sus posibles rivales políticos, aquellos que eliminaron al Generalísimo, particularmente el talentoso Modesto Díaz que hubiera sido un rival muy peligroso, permitiendo que el hijo mayor de aquel —Ramfis Trujillo— los fusilara, en un acto que fue la crónica de una muerte anunciada. Sin embargo, cuando Ramfis, desde su yate, habló con Balaguer, éste no le recriminó los asesinatos ni el supuesto acto de su "fuga", sino que simplemente le dijo: "Tenga buen viaje y que descanse, general" (Fco. Rodríguez de León, Balaguer y Trujillo, pág. 444).

Entonces entró en acción el magnífico actor que fue Balaguer (había tomado lecciones que aprendió muy bien de su maestro Trujillo). A los dos días de la supuesta fuga del general Ramfis, pronunció un discurso en el que daba seguridades a la ciudadanía consternada por "la desaparición" de seis de los implicados en "la tragedia" —no ajusticiamiento— del 30 de mayo, de que los responsables serían sancionados ejemplarmente. Todavía más: el 17 de diciembre de 1961, en otro discurso, se presentó como el destructor de la Era de Trujillo, mal del tiempo que precisamente durante más de treinta años él había ayudado a consolidar, afirmando triunfante que: "No hemos destruido un clan familiar para que la enorme fortuna que ese clan amasó con sangre del país vaya ahora a ser usufructuada por una oligarquía constituida por políticos ambiciosos y por familias pertenecientes a las clases acomodadas." Puro cinismo, por no decir otra cosa: "no hemos destruido", como que él formó parte del grupo que acabó con la dictadura. Son palabras que recuerdan a Tomás Bobadilla cuando se acreditó como autor del 27 de Febrero que principió la independencia dominicana, y no Duarte y los trinitarios que la habían propiciado con riesgo de sus vidas, a los que en osadía increíble calificó de traidores.

Otra cosa: nunca supuestamente sabía lo que pasaba, pues era su lema el siguiente: "Sal siempre a la calle con aire de idiota, y antes que a tu prójimo quiérete a ti mismo, que el mundo se cubre con el antifaz de un falso altruismo, de una falsa paz, y aunque siempre habla de Dios en el nombre, quien siempre le dicta la ley es Caifás y es el anticristo quien manda en el hombre", eso dicho en su libro La venda transparente, pág. 126, uno de los libros donde Balaguer intentó hacerse pasar por poeta. De hecho, pagó con buenos puestos a quienes así lo llamaron. No obstante, siempre pudo más su vocación de mando que la de vate.

Así, haciéndose el tonto, pudo mantenerse en el poder unos cuantos meses, tras un autogolpe. Y luego de cuantas medidas demagógicas pudo tomar para asegurarse un regreso futuro, marchó al exilio. Volvió a los pocos años, durante la revolución de abril de 1965, con el país intervenido por más de cuarentidós mil marines americanos y varios otros cientos pertenecientes a diversas naciones latinoamericanas. Lo hizo con la excusa de visitar a su madre enferma, para de pronto lanzar la consigna de que él era "la revolución sin sangre". Y con botas que imponían el voto del miedo, ascendió nuevamente al poder. Entonces fue que hubo más sangre que agua, pues aquellos doce años se caracterizaron por ser violentísimos, amén de plagados de podredumbre. En esos doce años es que transcurre El mal del tiempo de René Rodríguez Soriano.

Ahora bien. El país había heredado, del dictador ajusticiado, una sólida estructura industrial, amén de hospitales, escuelas y politécnicos, acueductos y hoteles en cada provincia. También una estructura bancaria fuerte; la moneda —el peso dominicano—, a la par que el dólar, una compañía eléctrica que suministraba un servicio eléctrico estable, aunque no abarcaba todo el territorio nacional; autosuficiencia alimentaria y una maquinaria burocrática, relativamente pequeña, pero eficiente. Y una frontera controlada, aunque no de modo absoluto, pese a la matanza ya citada, porque los propios negocios del dictador y de los mismos gobernantes haitianos, requerían de un tránsito no siempre lícito, y justo muchísimo menos. El doctor Balaguer entregó todo eso, más los préstamos y ayuda extranjeras, a la voracidad de una maquinaria partidaria que se convirtió en una gigantesca boa, que devoraba todo a su paso. Puesto por proselitismo, era la consigna que todavía perdura. Era tal el desorden que se vio en la obligación de declarar que "la corrupción solamente se detiene ante la puerta de mi despacho". Claro, supuestamente, pues nunca castigó ni envió a la justicia a funcionarios que llegaban al puesto como infelices y salían como potentados. Es más: mostró como un logro la formación de trescientos nuevos millonarios.

De modo que, pese a algunos éxitos, como la estabilidad macroeconómica, creaciones de parques, la preocupación por la foresta, la construcción de pequeñas escuelas y dispensarios médicos en todo el país, la creación de presas, barrios y grandes avenidas —especialmente en Santo Domingo—, y del magnífico complejo cultural edificado sobre las ruinas de las residencias del "Jefe" y sus hijos, no fue suficiente y el país no solamente no salió del subdesarrollo, sino que sus males se profundizaron notablemente. Ni un sólo problema quedó resuelto. Más aún: como en la época industrial la energía eléctrica es esencial, la República Dominicana inició el siglo XXI, como si fuera el XIX, casi a oscuras por la falta de planificación e inversión a tiempo e idónea. Claro que, para ser justos, debemos declarar que el mal del tiempo tenía otro ingrediente: la lucha entre el oso y el águila, —la llamada `guerra fría'—, de la que el país de ningún modo podía escapar. Lucha que trocó en fanáticos a los seguidores tanto de la derecha como de la izquierda, cuya conducta no distaba mucho de la que mostraban las hordas de la etapa salvaje que precedió a la civilización. El asunto es que, derrotado Balaguer aplastantemente en el año 1978, volvió al poder en 1986 y se mantuvo en él por diez años más; y eso, que tuvo que entregar la silla presidencial dos años antes, al pactar un arreglo con la oposición, luego de que en las elecciones de 1994 las maniobras de fraude fueran tan harto evidentes que motivaron la mediación política de otros países, especialmente de Estados Unidos. Todo ello, a pesar de haberse quedado completamente ciego.

Por eso hablo de la alianza con Las Parcas, pues vivió largamente, con toda clase de "suerte". Tres generaciones le hicieron frente. Destruyó sindicatos, cercó varias veces la Universidad donde estudió el protagonista de El mal del tiempo. Murieron opositores, estudiantes, periodistas y hasta personas afines como Gregorio García Castro, pero que se atrevió a criticar los desmanes, en un vano intento por la liberalización del régimen. Condecoró y ascendió a quienes lo hicieron. Enfrentó la guerrilla del coronel Caamaño.

A las tres generaciones las derrotó o sobornó de tal modo que la cuarta se encuentra conque, en lugar de dictador ilustrado como merece ser llamado, es `reconocido' como "padre de la democracia", quien más trabajó justamente para que ésta no funcionara, pues hizo de su "dedo" el norte de todo. Imponiéndose "a fuerza de fusil y lengua larga con funditas en día de Reyes" (El mal del tiempo, pág. 21). Democratizó la corrupción, eso sí, haciendo que algunos que ayer andaban en chancletas por los callejones de sus barrios humildes, hoy no salgan de lujosos restaurantes donde beben costosos vinos acompañados de quesos envejecidamente deliciosos, pagados por el Estado. Sin embargo, como nadie posee la verdad absoluta, y por tanto, ningún ser humano puede tener en la mano todos los hechos ni cotejar las intenciones con las que son realizados, no sabemos si al final habrá sido llamado para vivir junto a Las Parcas, en el lugar aquel donde Sísifo sube una piedra que eternamente vuelve a caer, y Tántalo sufre hambre y sed, a pesar de tener agua cristalina a sus pies y toda clase de frutas riquísimas en el árbol que tiene a su lado, pero que cada vez que intenta tomarlas, un viento fuerte se las aleja.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Haga sus comentarios por favor.