sábado, 30 de enero de 2010

Boca bonita y verdes mis ojos


Con tan sólo una novela publicada se convirtió en leyenda. Tan silencioso como vivió los últimos años, recién cumplidos los 91 años se marcha el escritor más corrosivo y solitario de la literatura norteamericana.


Por J. D. Salinger

Cuando sonó el teléfono, el hombre canoso le preguntó a la muchacha, con cierta deferencia, si por alguna razón quería que no atendiera. La muchacha le escuchó como desde muy lejos y dio vuelta su cara hacia él, un ojo —el cercano a la luz— bien cerrado, el otro, muy abierto, aunque cínico, grande y tan azul que parecía casi violeta. El hombre canoso le pidió que se apurara, y ella se incorporó, apoyándose sobre su antebrazo derecho, con la rapidez necesaria para que el movimiento no pareciese despreocupado.

Se quitó el pelo de la frente con la mano izquierda y dijo: “Por Dios. No sé. Quiero decir ¿qué te parece?” El hombre canoso dijo que no veía la maldita diferencia entre una cosa y otra, y deslizó la mano izquierda debajo del brazo en el que se apoyaba la muchacha, moviendo los dedos desde el codo hacia arriba hasta alcanzar la cálida superficie de unión con el torso. Buscó el teléfono con su mano derecha. Para no alcanzarlo a ciegas, tuvo que incorporarse un poco más, lo que provocó que atropellara la pantalla del velador con la parte posterior de la cabeza.

En ese instante la luz favoreció su cabello gris, casi blanco, aclarándolo vivamente. Aunque desordenado en ese momento, evidenciaba un corte reciente o, más bien, un cuidado perfecto. Convencionalmente corto en la nuca y las sienes, pero con el toque justo, en efecto, para otorgarle un frívolo “aspecto distinguido”. “¿Hola?” dijo en el teléfono con voz fuerte. La muchacha permaneció apoyada en su antebrazo, observándolo. Sus ojos, más exactamente abiertos que alertas o especuladores, reflejaban sobre todo su particular color y tamaño.

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