La caída del Muro de Berlín fue el hecho más paradigmático, pero no el único de aquel año decisivo, en el que Europa del Este dejó atrás el comunismo, a la sombra de la reforma de Gorbachov. El testigo y comentarista Neal Ascherson recuerda aquí las "revoluciones" que se sucedieron.
Por Neal Ascherson | © The Guardian - Clarín
Fuente: mediaIsla, Boletín 1139
Veinte años atrás, el panorama mundial empezó a cambiar. Al principio, nadie lo advirtió. En enero de 1989, en la mitad soviética de Europa se hacían casi tantos negocios como en la mitad occidental. En Polonia había huelgas; se hostigaba a los disidentes de Alemania Oriental; un dramaturgo llamado Vaclav Havel fue arrestado después de una pequeña manifestación. Occidente, en cambio, tenía cosas más importantes en qué pensar. George Bush padre tomaba posesión del cargo de presidente de los Estados Unidos; y Salman Rushdie pasaba a la clandestinidad después de la fatwa iraní. En Moscú, el inefable Mijail Gorbachov avanzaba con su perestroika y su glasnost. (Cuánto deberían amarlo los rusos).
En Londres, un exiliado checo, Karel Kyncl, escribió un artículo sobre los arrestos en Praga. Decía que Havel le causaba gracia y que no le sorprendería que llegara a ser presidente de Checoslovaquia. Los lectores sonrieron indulgentes, como diciendo: "Pobre Karel, qué cosas piensa".
Las montañas que rodeaban el horizonte de la Guerra Fría empezaron a tambalearse y finalmente se derrumbaron. El comunismo polaco fue el primero en caer. A continuación, los gobernantes húngaros publicaron un plan de abdicación. En agosto, las Repúblicas del Báltico de la Unión Soviética empezaron a exigir su independencia. En noviembre, Erich Honecker, de Alemania Oriental, fue derrocado, y el 9 de noviembre se abrió el Muro de Berlín.
Al día siguiente, en Bulgaria un golpe palaciego derrocó a Todor Zhivkov, el líder del partido. El 28 de noviembre el régimen comunista checoeslovaco capituló. En diciembre, Nicolae Ceausescu, de Rumania, fue sacado de su despacho y fusilado. Y tres días antes de finalizar el año, Vaclav Havel fue proclamado presidente de la República Checoeslovaca.
El terremoto llegó a Albania y Yugoslavia al año siguiente. Las naciones del Báltico, Ucrania y los países del Cáucaso meridional no recuperaron su independencia hasta que, tres años después, se produjo el formidable colapso final de la Unión Soviética. Pero a fines de 1989 toda la muralla de la Europa sovietizada se había derrumbado, total y súbitamente.
El paisaje de acero y hormigón de la Guerra Fría se había convertido en una puesta en escena teatral. Con excepción de Rumania, donde hubo combates, todas estas revoluciones se consumaron sin derramamiento de sangre. Las batallas de libraron en mesas redondas, no detrás de barricadas.
A comienzos de 1989 nadie esperaba que el mundo se diera vuelta totalmente (tal vez ni siquiera lo pensó Karel Kyncl, a pesar de su rapto profético). Todos sabían que "el comunismo estaba en problemas", y que los pronósticos económicos eran sombríos. Mientras tanto, la Guerra Fría empezaba a ceder, desde que se iniciaron, uno tras otro, los controles de armamento entre el este y el oeste. Hacia abril, el incipiente deshielo se convertía en inundación.
Los comunistas húngaros ya hablaban de elecciones libres y multipartidarias, y querían convocarlas en un plazo perentorio. En Polonia, el gobierno había levantado la interdicción que pesaba sobre el gremio Solidaridad e iniciaba conversaciones sobre la posibilidad de la democracia.
Las revoluciones de 1989 no se hubieran producido si el mensaje de Gorbachov a las "naciones cautivas" no hubiera sido escuchado. Ese mensaje decía: Ustedes son independientes. Nos gustaría que eligieran el camino del socialismo. Pero cualquiera sea el rumbo que decidan seguir, la Unión Soviética no la invadirá con ejércitos y tanques para detenerlos, como ya lo hizo en 1956 y en 1968. Aun si vuestros gobernantes comunistas son derrocados, nosotros no apelaremos a la fuerza para salvarlos.
Nadie creyó que Mijail Gorbachov decía lo que pensaba. Por eso, cuando declaró en junio de 1988 que "oponerse a la libertad de elección significa ponerse en contra del movimiento objetivo de la historia misma", sus oyentes de Moscú supusieron que quería decir que "todo aquel que reclame libertad de elección será arrollado por la aplanadora soviética de la historia". Después, en diciembre, Gorbachov repitió un mensaje casi idéntico en las Naciones Unidas: "La libertad de elección es un principio universal. No debe haber excepción alguna". La mayoría de los ideólogos estadounidenses pensaron que el tipo no hablaba en serio. ¡Entonces, el comunismo mundial se caía a pedazos! Pero cuando Gorbachov convocó a los líderes comunistas y trató de hacerles entender que podían elaborar sus propias políticas, pero que ya no contarían con el rescate soviético, el mensaje empezó a fluir y llegó a los grupos de oposición y al pueblo en general. Y aun entonces, los revolucionarios de 1989 nunca estuvieron seguros de que la promesa era real, y siguieron manteniendo un oído atento para detectar el estruendo de los tanques en marcha.
El punto de partida
La revolución empezó en Polonia. En 1981, el general Jaruzelski había destruido el movimiento Solidaridad e impuesto la ley marcial. Pero a nadie se le escapaba que el sistema estaba herido de muerte. Sólo había que esperar que muriera. La quiebra comercial de Polonia terminó en 1988, al mismo tiempo que se desataba una nueva ola de huelgas. El gobierno, nervioso y dividido, finalmente devolvió la legalidad a Solidaridad y en febrero de 1989 inició rondas de negociaciones con la oposición. Los participantes sancionaron a los gremios independientes y organizaron elecciones multipartidarias para junio. A regañadientes, Solidaridad aceptó que las elecciones tenían que ser arregladas. Reservar un bloque de banca para los candidatos "oficiales" aseguraría que el régimen tuviera mayoría en el Sejm (la Cámara Baja del Parlamento).
Pero en ese momento intervino el pueblo. Yo estaba en el café del hotel Europejski de Varsovia, ese día de junio. Jóvenes militantes de Solidaridad nos pusieron sobre la mesa una pila de folletos impresos con las cifras de las urnas. Al principio no pude creer lo que estaba leyendo. Solidaridad había ganado todas menos una de las bancas que se disputaron en las elecciones. Pero en las bancas reservadas, sólo dos de todos los candidatos comunistas habían obtenido el 50% de votos necesarios para entrar. Los votantes habían encontrado alguna manera de hacerlo.
En esa mañana de verano, el juego cambió súbitamente. Después de 45 años, el comunismo polaco había sido aniquilado. Y lo increíble, que también era lo inevitable, se producía cuando se iniciaban las negociaciones para formar el primer gobierno no comunista en la Europa soviética.
En Hungría, mientras tanto, desde la aplastante derrota de 1956 los comunistas ya no se hacían ilusiones sobre su popularidad. Con el gobierno de Janos Kadar, que fue derrocado en 1988, los húngaros alcanzaron un nivel de vida razonablemente confortable y ganaron ciertos derechos para instalar y mantener negocios privados. Pero los sucesores de Kadar entendieron, antes que ninguno de sus vecinos, lo que Gorbachov estaba diciéndoles: hay que adaptarse o morir. Desde 1987 algunos partidos no comunistas pudieron desarrollar sus actividades, pero a diferencia de lo que sucedía en Polonia, en Hungría la oposición organizada era débil. Entonces el régimen comunista tomó una extravagante decisión: mantener el control organizando su propia caída gradual.
A comienzos de 1989, el gobierno y el partido gobernante anunciaron un arrasador programa de reformas económicas y políticas. Entre ellas, se dispuso, por ejemplo poner en marcha una investigación de la revolución de 1956 y organizar una segunda ceremonia para rendir honras fúnebres a Imre Nagy, quien había sido ejecutado por la Unión Soviética en ese año, 1956, cuando era primer ministro. Fue en ese momento que los astutos líderes partidarios estuvieron a punto de perder todo poder. La ceremonia fúnebre se llevó a cabo el 16 de junio. Nagy y cuatro de sus camaradas, también mártires, tuvieron un segundo funeral como héroes nacionales. La ceremonia se convirtió en una enorme demostración de dolor y de ira, sentimientos hasta entonces reprimidos. Se convocó un panel para planificar la transición hacia la democracia y se prometió que a comienzos de 1990 se llamaría a elecciones libres. El Partido de los Trabajadores Socialistas de Hungría cambió su nombre, abandonó el leninismo y empezó a prepararse para competir por los votos. Hacia fines de 1989 Hungría había perdido todo rasgo de algo que pudiera asemejarse a un sistema comunista.
Revolución sin masas
Siempre se dio por sentado que las revoluciones debían ser llevadas a cabo por "las masas". Pero ni en Polonia ni en Hungría el cambio fue impuesto por la fuerza por multitudes furiosas en las calles. Hacia fines del año ese tipo de tradicional levantamiento popular, junto con la confrontación física con los gobernantes, empezó a desaparecer.
La primera confrontación se produjo en el Báltico. Es duro –y vergonzoso– recordar hoy cuán improbable parecía en Occidente, 20 años atrás, el triunfo de los reclamos independentistas de Latvia (ex Letonia), Lituania y Estonia. Pero desde que Gorbachov había aflojado los controles, se sucedían con cierta libertad las protestas públicas sobre lengua y cultura y también sobre las deportaciones de Stalin. En marzo de 1989 el movimiento independentista Sajudis obtuvo la mayoría de bancas lituanas en las elecciones soviéticas, Y después, el 23 de agosto del mismo año, se produjo uno de los acontecimientos más espectaculares y conmovedores de todo el año.
Era el 50º aniversario del monstruoso pacto nazi-soviético, por el que en 1939 se pusieron los estados de los Balcanes a merced de la voluntad de Stalin y se destruyó su independencia. En esa fecha el pueblo salió a las calles y formó una cadena humana de casi 2 millones de hombres, mujeres y niños que, tomados de la mano, permanecieron de pie formando una línea de 650 km de longitud, desde Vilnius, pasando por Riga, hasta Tallinn. Reclamaban libertad, justicia e independencia. Una cuarta parte de la población del Báltico se unió a la manifestación.
El siguiente levantamiento de masas empezó en octubre en Alemania Oriental. De entre todos los hechos dramáticos de 1989, este fue el episodio que más se asemejó a las grandes insurrecciones urbanas del siglo XIX. Porque lo que derrocó la dictadura de Erich Honecker y la Stasi (el Ministerio de Seguridad del Estado, o sea la policía secreta oficial de Alemania Oriental) no fue un acuerdo clandestino ni una maniobra del Partido. La temeraria acción de millones de personas que salieron a la calle derrotó al régimen y derribó el Muro de Berlín.
Honecker inició el año 1989 absolutamente seguro de que la "ola reformadora" de los países vecinos no contaminaría a la República Democrática Alemana (la RDA). Pero existía una creciente convicción de que el sistema debía cambiar. "No podemos gobernar a la antigua", se decía. Pero fue exactamente "a la antigua" que los resultados de la elección municipal de Alemania Oriental fueron descarada y crudamente falsificados. Y de pronto empezaron las protestas.
Octubre fue el mes decisivo. el 2 de octubre una enorme manifestación que reclamaba reformas se concentró en Leipzig y decidió seguir reuniéndose todos los lunes hasta que sus exigencias fueran satisfechas. Pocos días después Gorbachov llegó a Berlín Oriental para asistir a la conmemoración del 40º aniversario de la República. Multitudes delirantes lo aclamaron gritando "¡Gorbi! ¡Gorbi!" cuando le dijo a Honecker que "la vida castiga a los que retardan las cosas".
Las "manifestaciones de los lunes" de Leipzig, que desafiaban a la policía, empezaron a atraer a miles de personas. Honecker amenazó con imitar a los chinos, que pocos meses antes habían disparado contra los centenares de manifestantes de la Plaza de Tiananmen. Pero el 9 de octubre de 1989 las milicias armadas de Leipzig se negaron a hacer fuego contra la multitud, y hasta se dejaron poner flores en las solapas de sus uniformes.
Horrorizados por lo que podría haber sido un baño de sangre, los colegas de Honecker lo expulsaron de su cargo. A principios de noviembre, una gran manifestación en Berlín convocó a medio millón de personas que reclamaban ruidosamente un cambio. En un torbellino de incoherentes promesas de reformas, los nuevos líderes del partido parecían ofrecer el libre cruce de la frontera con Berlín Occidental. Cuando circuló la noticia, la noche del 9 de noviembre, 50.000 berlineses del Este se precipitaron hacia el Muro.
Los guardias no tenían instrucciones. Dejaron pasar a la gente, que avanzó danzando y llorando. De pronto Berlín Occidental estuvo lleno de Trabants (el automóvil pequeño y de bajo costo, el Trabi, que se fabricaba en Alemania Oriental), y de multitudes mal vestidas que se desplazaban a pie comiendo bananas. Jóvenes del Este y del Oeste saltaban y bailaban en lo alto del Muro. Al día siguiente empezaron a tirarlo abajo. Nadie los detuvo.
Los comunistas trataron de retardar los acontecimientos proclamando su conversión a la Social Democracia. El Nuevo foro y otros partidos hacían planes para una Alemania Oriental democrática. Todo fue inútil: el 3 de octubre de 1990 un millón de personas se reunió en Berlín, en la Puerta de Brandenburgo, para celebrar la reunificación formal de Alemania.
En cuanto a Checoslovaquia, permaneció tranquila la mayor parte del año. Pero checos y eslovacos estaban muy atentos a lo que pasaba en Polonia y Hungría. El 21 de agosto hubo manifestaciones "ilegales" en Praga y en Bratislava para conmemorar el día de la invasión soviética de 1968. La policía se mostró inusualmente permisiva. Después sucedió algo inesperado. El 17 de noviembre era el día en que los estudiantes marchaban por Praga para rendir homenaje a Jan Opletal, un líder estudiantil asesinado por los nazis. Las autoridades no habían prohibido la manifestación, pero la policía arremetió súbitamente contra los estudiantes y empezaron a golpearlos con sus bastones. Se corrió la voz de que habían matado a un estudiante. Mucho después se supo que la información era falsa y que probablemente el rumor habría sido iniciado por la policía. Pero los estudiantes ocuparon sus universidades y en las calles empezaron a reunirse multitudes furiosas.
Lo que siguió fue la Revolución de Terciopelo, un verdadero levantamiento de masas. Según el historiador Tony Judt, los que participaron, tanto checos como extranjeros, tuvieron "la embriagadora sensación de que en ese momento se estaba construyendo la historia". La gente tomó la ciudad. Una semana después los líderes comunistas renunciaron. Vaclav Havel y unos pocos amigos del Foro se apropiaron de un teatro, inventaron un nuevo movimiento llamado "Foro Cívico" e iniciaron el debate para decidir hacia dónde debería encaminarse la revolución. En pocos días ellos mismos se sorprendieron al verse convertidos en un grupo revolucionario y luego en gobierno provisional. El 25 de noviembre 250.000 personas se reunieron para escuchar a Havel y a Alexander Dubcek. Después de una breve rueda de conversaciones, el gobierno checoslovaco colapsó. Se designó un nuevo gobierno, compuesto por intelectuales del Foro. Ya en ese momento las multitudes coreaban: "¡Havel al Castillo!" (a la Presidencia). Después de ser designado presidente el 29 de diciembre, tomó algunas medidas: el 1º de enero de 1990 liberó a 16.000 presos políticos; y el día 2 disolvió la "policía política".
La Revolución de Terciopelo y la revolución de Alemania Oriental demuestran que dentro de un estado policial la temperatura política puede empezar a subir silenciosamente, hasta llegar al punto de ebullición. Este fue el caso de Nicolae Ceausescu, en Rumania, el más brutal de aquellos sistemas.
Todo empezó en Timisoara, después de un intento de arrestar a un pastor húngaro. La policía abrió fuego y hubo una masacre. El 21 de diciembre, el presidente Ceausescu organizó en Bucarest una serie de gigantescas concentraciones en su favor. El primer acto se inició, pero después de algunos minutos el mandatario percibió que la multitud lo abucheaba y lo tildaba de dictador. Al día siguiente sucedió lo mismo. Entonces Ceausescu y su esposa Elena, aterrorizados, huyeron en un helicóptero que se posó en el techo de las oficinas del partido.
Cuando hubo una gran manifestación contra su gobierno, en Bucarest, la policía de seguridad disparó contra la multitud. Pero inesperadamente el ejército cambió su posición y ayudó a los revolucionarios a tomar la estación de televisión. La lucha callejera fue confusa y salvaje y murieron centenares de personas. Los Ceausescu fueron capturados sin poder salir del país. En la Navidad de 1989 una cámara filmó el momento en que fueron llevados al paredón y fusilados por "genocidio".
Cuando la lucha se aquietó, tomó el poder un "Frente de Salvación Nacional". Su líder, Ion Iliescu, fue designado presidente. Iliescu era un ex político comunista con influencia en las fuerzas de seguridad, y sólo introdujo cambios superficiales en el sistema.
Thatcher en el Este
A fines de 1989, lo que la mayoría de la gente quería era algo así como una democracia social. En otras palabras: libertad, una economía de mercado regulada, y un Estado de bienestar fuerte. En una palabra, el modelo "europeo". Estaban equivocados. Los países en transición importaron una versión pura del thatcherismo. Se abolieron los controles de precio, se cancelaron los subsidios, se dejó fluctuar libremente las monedas. Se privatizaron servicios e industrias estatales, que con frecuencia fueron compradas por multinacionales occidentales. Aparecieron brechas enormes entre ricos y pobres. Se deterioraron o desaparecieron algunos servicios sociales, como la compleja red de guarderías gratuitas para las madres trabajadoras de Alemania del Este.
La forma de hacer política había cambiado. Los pobres pasaron a ser dirigidos por nacionalistas de derecha, y ya no por socialistas. Contra ellos se levantó la nueva clase media urbana y los ex comunistas reivindicados, comprometidos con la economía neoliberal y la integración europea. Los antiguos revolucionarios se refugiaron en la academia, se dedicaron al periodismo o consiguieron bancas en el parlamento Europeo.
En Polonia, yo recuerdo a la Marta Krzystofowicz de aquella época como una encantadora e intrépida conspiradora por la libertad. Hoy está casada y tiene una hija grande. Ella dice: "Yo tengo un vaso de jugo de naranja fresco por las mañanas, un diario sin censura para leer, mi pasaporte en un cajón del escritorio. Con eso me basta". [Traducción: Ofelia Castillo]
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