miércoles, 18 de noviembre de 2009

Santiago Gamboa: Vivimos el asedio de la banalidad


El escritor colombiano vino a Buenos Aires a presentar Necrópolis, novela con la que obtuvo el premio La otra orilla 2009. A través de múltiples voces, la obra refleja la violencia actual en sus distintos rostros


Por Héctor M. Guyot | © LA NACION
Fuente: mediaIsla, Boletín 1151

Desde la terraza del hotel porteño donde se desarrolla la entrevista con Santiago Gamboa se domina la ciudad. En el patio de un edificio vecino, una mujer joven riega las plantas. Unos pájaros cruzan la mañana despejada. De pronto, una sirena estremece el inacabable horizonte de cemento. Ese grito estridente y monocorde, que quizá se abre paso hacia una vida en peligro, parece salido de las páginas de Necrópolis, novela que acaba de obtener el premio La otra orilla 2009, otorgado por el grupo editorial Norma, y que el escritor colombiano vino a presentar en Buenos Aires.

En Necrópolis, la ciudad es una Jerusalén sitiada por la guerra. Reunidos en un hotel asediado por el estruendo de las bombas, los invitados a un congreso de biógrafos exponen vidas de lo más bizarras. En algunos casos, propias y en otros, ajenas. Allí están, por ejemplo, la estrella del porno Sabina Vedovelli, el librero francés Edgar Miret Supervielle y sobre todo José Maturana, un ex convicto y ex drogadicto devenido pastor evangélico que narra su ascensión desde las calles más sórdidas hasta el imperio religioso que construye junto a su salvador, un carismático mesías latino de Miami. "Quería hacer una especie de versión contemporánea del Decamerón, un libro que admiro mucho, para abordar temas como la violencia, la crueldad y la muerte -dice Gamboa, nacido en Bogotá en 1965-. En lugar de una ciudad sitiada por la peste, pensé en un lugar martirizado por la guerra, que es otro tipo de peste. Me pareció una bonita idea que en esa ciudad hubiera un grupo de personas, como en el Decamerón, que se cuentan historias. Obviamente, el marco ideal era un congreso."

En su conjunto, estas historias, que incluyen temas como la droga, la prostitución y el terrorismo, y que están narradas con un lenguaje tan coloquial como crudo y explícito, trazan una pintura de la degradación de la vida en nuestro tiempo. "Escribí esta novela como forma de dar mi mirada personal del mundo contemporáneo a través de la literatura. Es una visión descreída, dura, nihilista, en la que el ser humano aparece como alguien frágil rodeado de peligros y amenazas", cuenta Gamboa, autor de dos libros de relatos y cinco novelas, entre las que se cuentan Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000) Los impostores (2002) y El síndrome de Ulises (2005). Traducido a más de quince idiomas, el escritor vive desde hace un año en Nueva Delhi, India, donde se desempeña como consejero cultural de la embajada colombiana.

—En el congreso confluyen personajes de distintas culturas y extracciones, hay académicos y escritores mezclados con estrellas porno y predicadores. ¿Por qué esa diversidad?

—Me gustan las novelas donde hay personajes de distintas procedencias, pues las historias son diferentes de acuerdo al lugar donde ocurren. Los personajes de Necrópolis, sin embargo, tienen en común cierta fragilidad y todos narran el paseo por su infierno personal. A mí me gusta mucho el Bosco y ese tríptico suyo del cielo y el infierno, que también fue parte, como imagen, del impulso inicial de la novela. A los personajes también los iguala la lucha por inventarse una vida desde la precariedad y la orfandad, como si trataran de ser felices en medio de una realidad que les niega todo. Incluso en las vidas más banales hay momentos extraordinariamente heroicos y otros de crueldad o de traición. Cualquier vida, si la miras con cuidado y afecto, te muestra todo lo que hay en la existencia.

—¿Y alcanzan la redención esos personajes de vidas tan duras y por momentos tan sórdidas?

—Los redime precisamente el hecho de contar sus historias. La ciudad, como ellos, está sitiada. La única defensa, tanto de ellos como del lugar, es usar la palabra para transmitir y salvar los relatos que contienen ideas sobre el mundo y sobre la condición humana. Es como si la celebración de la vida en medio de un lugar acosado por la muerte se diera a través de la palabra, a través de las historias.

—Se trata de personajes construidos desde su discurso, desde su voz. ¿Cómo construiste a Maturana?

—Empezó siendo un sueño muy ambicioso: una gran voz que unificara América latina en un personaje que se pregunta por su origen en una calle de Miami. Luego lo reduje al área del Caribe, algo más verosímil. Me gustan los personajes que se narran a sí mismos a través de su voz, a la manera de Manuel Puig, por ejemplo. En este caso, yo mismo tuve que oír primero esas voces antes de volcarlas en la página. Pensaba mucho en Maturana y me parecía que lo oía, hasta que tuve claro cuál era su tono. De pronto escribí un párrafo y me dije: tal como suena esto tiene que sonar todo.

—Hay muchas escenas sexuales en la novela. ¿Qué lugar ocupa la pulsión del sexo en ese mundo marginal y violento que describen algunas de las historias de Necrópolis?

—En el caso de la actriz porno, el sexo es su manera de defenderse del mundo y al mismo tiempo de conquistarlo. Pero además, cuando tú vives una situación de miedo permanente porque no tienes trabajo, porque sientes frío y hambre o tu autoestima está por los suelos, el sexo se convierte en una forma de evadirte y hasta de sentirte vivo, como ocurre con las drogas o el alcohol. En los grupos de inmigrantes ilegales que conocí en París a principios de los años 90 se vivía una sexualidad desorbitada, porque para el sexo no necesitas visa ni documentos, ni siquiera plata. Ese tipo de sexo también refleja síntomas del mundo contemporáneo, como la violencia y la agresión, aunque también puede contener lealtad y hasta amor, una sensación cada vez más rara.

—¿Vivimos en un mundo asediado por la violencia, el caos y la crueldad?

—Vivimos asedios de distintos niveles. En ciertos lugares el asedio es físico y tiene que ver con la guerra y la muerte, con la violencia convertida en secuestro, en tortura, en terrorismo, en crimen indiscriminado, tanto de particulares como de los Estados. Pero hay otros lugares donde el asedio, violento también, parte de la banalidad, de la mirada superficial e inhumana de los demás. Esta agresión ataca también las cosas bellas que el ser humano ha construido durante siglos. Fíjate en la literatura. Hoy está asediada por la banalidad, por la cultura del entretenimiento y la vacuidad. Por ejemplo, el libro más vendido y leído en Estados Unidos durante 1958 fue Lolita, de Vladimir Nabokov. ¿Hace cuánto tiempo que no ocupa ese lugar una obra de carácter literario?

—De algún modo, la novela establece una metáfora de fin del mundo. ¿Compartís esa visión apocalíptica?

—Sin duda tengo ahora una mirada más melancólica sobre el mundo que la que tenía en mis libros anteriores. Veo cada vez menos belleza y más arrogancia y violencia. Todo ser humano lleva dentro de sí un mundo perdido, una visión de la infancia en la que todas las cosas eran más bellas y amables. Pero hoy se ha vuelto normal hacer cosas inmorales sencillamente porque no son ilegales, y se publicitan como si fueran virtudes. Es un mundo grosero, lleno de cinismo. En ciertos lugares eso puede deberse a la falta de educación o a la frustración por la falta de oportunidades. Pero en otros es el resultado de la abundancia, de la arrogancia y el triunfalismo. Eso pasa en ciudades maravillosas como Londres, París o Nueva York. Tú llegas a París o a esas bellísimas ciudades europeas que en su superficie no pueden ser más hermosas y lentamente empieza a aparecer todo esto, es el horror, mientras que llegas a una ciudad como Nueva Delhi o como Nairobi y la superficie es horrorosa, pero lentamente emerge una belleza que está en la gente. Por eso para mí estar en Delhi es una opción de vida.

—Dejaste Colombia muy joven...

—Hace 25 años, a los 19. A mi padre, que era profesor de historia del arte en la universidad nacional, lo invitaron a enseñar por un año en la universidad de Heidelberg, Alemania, y terminó yéndose a Europa toda la familia. Yo me fui a España, donde obtuve una beca para estudiar filología en la Universidad Complutense de Madrid. No tenía el proyecto de irme para no volver. Como dice Bryce, soy un "quedao". Quería escribir, y por entonces creía en la idea romántica de Cortázar y Vargas Llosa de que había que ir a París. Me matriculé en la Sorbona para hacer un doctorado en literatura y allá fui.

—He leído que en París conociste al escritor peruano Julio Ramón Ribeyro, que escribió su obra en los márgenes y por fuera de las grandes corrientes de la literatura latinoamericana.

—Ribeyro me salvó la vida. Casi todo lo que soy es el resultado de haber seguido el camino que él me mostró. A los 24 años yo quería ser escritor pero no sabía cómo, y estaba ocupado en sobrevivir. Hacía mecánica en las calles, lavaba platos, pero no conseguía llevar adelante mi propósito. En Madrid, un amigo peruano me había dado el teléfono de Ribeyro, que entonces tenía 60 años, y un día, con muchos nervios, lo llamé. Le dije que era periodista, mentira, y que quería entrevistarlo. "Qué interés puede tener un escritor como yo en Colombia, si nadie me conoce allí", me respondió con una vocecita. Le dije que para eso estaba yo. "Estoy muy deprimido, llámeme la semana que viene", dijo. Y así durante semanas. Siempre estaba deprimido. Y en una de esas llamadas, cuando ya íbamos a colgar, yo le dije que también estaba deprimido. "¿Qué le pasa?", me preguntó, y le conté. "Ah, eso cambia todo, venga mañana", dijo. Y ahí arrancó una amistad. Enseguida convocó a sus amigos peruanos para que me ayudaran. Ribeyro había trabajado como 14 años en la agencia AFP, y un amigo suyo me empezó a llevar allí por las noches, a partir de las 12, cuando no había jefes, para que aprendiera a usar los teletipos y a escribir cables. La idea era entrenarme para hacer el test de ingreso a la agencia. A las tres semanas se desató la Guerra del Golfo, la primera, y necesitaron gente. Hice el test y me tomaron. Empezaba a vivir de la escritura gracias a Ribeyro. Todavía no me atrevía a contarle que yo quería ser escritor serio. Quería llegar un día a verlo con algo publicado bajo el brazo, pero él murió cinco meses antes de que yo publicara mi primer libro. Sin embargo, él se daba cuenta. En una la dedicatoria de uno de sus libros, me puso: "Para Santiago, joven escritor".

—¿Cómo has llegado a Nueva Delhi?

—Desde hace cuatro años hago diplomacia en el área cultural. Primero fui a la Unesco, en París. Hace un año quedó libre el cargo de consejero cultural en Delhi, la embajada colombiana en la India me lo propuso y acepté. Fue el traslado más sencillo de la historia de la diplomacia colombiana. Dejaba París, a donde todos quieren ir, para ir a una ciudad como Nueva Delhi.

—¿Y qué has encontrado allí?

—Me gusta mirar el resto del mundo desde allá. Desde la diversidad de la India el mundo se ve en unas dimensiones curiosísimas. Europa entera es una sola cosa. Y con esa perspectiva te das cuenta de que la europea es una cultura preponderante, pero no la única. Y este cuento de la globalización... La idea de que el mundo se va a uniformizar por el hecho de que haya tiendas Benetton en todos los aeropuertos del mundo sólo la puede creer alguien que no conoce el mundo. Además, India es hoy uno de los países más prolíficos en buenos escritores. Tienen un elenco extraordinario. Están Vikram Seth, para mí uno de los mejores escritores vivos del mundo, Salman Rushdie, Amitav Ghosh, Arundhati Roy. Y ellos son escritores que escriben en inglés, cosa que en la India se mira con cierta sospecha. Allá hay más de 30 lenguas oficiales, y hay literatura en todas ellas. India es como un reino lleno de diversidad. [giecoleon]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Haga sus comentarios por favor.