El Mal del Tiempo es una novela de viscosos escenarios, oscilante entre el sopor del mediodía, la angustia no declarada, el amor malagradecido y la constancia del observador comprometido
Por Jimmy Valdez | © mediaIsla
Fuente: mediaIsla, Boletín 1132
He estado en el oficio del no oficio por mucho tiempo. Quizás demasiado tiempo como para haberme acostumbrado a la angustia de la espera para que cuando se llegan las cosas, las cosas tantas veces pedidas, entonces se comienza a extrañar el compás anterior en donde se incuba el otro mundo, lo creativo, la lectura y hasta los gozos más extraños.
Mi baño está calzado de mosaicos blancos y negros, los he contado, los he mirado tratando de armar caminos, figuras, destinos, en fin, imaginando la historia de lo que siendo piedra perteneció a un valle, a una cantera, a un entierro, a esas cosas que quizás recibieron la caricia de un estruendo, de un cincel.
Quiero creer que la novela El mal del Tiempo de René Rodríguez Soriano se vino aposta. Me ha reventado en la pared para volverse a verme en el respiro. La novela tiene ese melao de zigzag, de bumerán en su regreso, cruzando la ventana, golpeando la raíz de lo cotidiano, de lo que es poesía y no se nombra. Esta es la segunda vez que escribo para presentar un libro en menos de un mes, de días. René ha sido el de los pedidos y el problema es que yo sólo soy un mal lector que ha puesto tierra, un río y los cementerios por el medio, también sería mejor decir que he puesto "todas las líneas del tren" como para ser asiduo al compadreo cultural de nuestra estirpe en esta ciudad de acogida.
El mal del tiempo es una novela de viscosos escenarios, oscilante entre el sopor del mediodía, la angustia no declarada, el amor malagradecido y la constancia del observador comprometido con su saberse diferenciado, sediento, rabioso, e incompleto mientras se llenan las páginas de su recorrer e interpretar el tiempo de su haber. La novela parece haberse escrito debajo de una mata de javilla, en son contemplativo, meditabundo y cojeando del corazón.
Lo panorámico de un mundo empolvado, es la sensación que se me ocurre otorgarle a la novela; se va contando de una forma maquinal, de ejes absortos, babeando los mil carajos delir en patines e irse de bruces en lo constante de quien sufre la propia existencia mirándose en el celuloide a grandes espacios de domingos.
El autor de esta novela no se empeña en contar cosas, simple y llanamente juega con lo fresco de una pintura tan conocida, tan vivida por todos en nuestros altares. Esta obra se escribió para que, a modo de flash, ubiquemos contextos, pasiones, vehemencias, destutanar la simbiosis psíquica del letargo, del ser diferente, sentirse diferente, pero obligado a un lugar, sucumbiendo ante el sino, ante las oportunidades, los deberes.
Me digo, me pregunto, susurro: ¿Acaso tengo alguna deuda con quien escribe? Parece que sí, que se cuela en mí como un déjá vu de cualquier momento no vivido, ¿o sí?... pero pongámosle un color, una superficie al asunto y entonces acertamos otra vez en el sopor, el tedio que se come todo, que lo ve todo, que lo protagoniza todo, que suspira por una hembra, a noción estacionaria.
El mal del tiempo, refleja los aconteceres que el silencio apuñala. Habla de la maldad, del daño que se hace desde el poder y para beneficio del poder. Del maldito poder de los caciques, de los siempre bien fotografiados ídolos de la ignorancia, de los falsos.
Esta novela es buena, no porque yo lo diga, ni porque lo recomiende un premio, es buena porque transmite ese morir mientras crecemos y ese sentir de quien lo mira todo y se retrata de pecho, de creer. Hablé de mosaicos en un principio, de la piedra, de su modelado espectro, pues El mal del Tiempo está contado en brevedades, en poesía. Acuno una gran satisfacción por la lectura de sus páginas, simplemente la recomiendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Haga sus comentarios por favor.