Yo sé que por alguna causa que no conozco estás de viaje, |un océano más poderoso que la noche te lleva entre sus manos, | como una flor dispersa. José Carlos Becerra
Por René Rodríguez Soriano © mediaIsla
Quería escribir pero no quería escribir. Tenía un conejito color mugre con los ojos casi tintos, tirando a vino; un pichoncito de cuyaya que murió aplastado por un frasco de betún; un tocadiscos con el brazo desorbitado, sin aguja, zumbando contra el eco de la tarde hueca, y una canción, tenía. Quería cantar pero no sabía, aunque quería.
Desvergonzada y sin conciencia, cae la lluvia sobre la ciudad. Falsas vasijas, flores de papel y biombos huecos, se quiebran de impotencia ante el hastío de los días largos; van y vienen por las hondas ondas frufrús y celofanes de la manufactura y del diseño. Sucede a diario, el diario no dice nada que no hayan ocultado ya la radio y la televisión. Sólo el poema, con su singular manera de aludir el plural de las cosas con la mayor economía de recursos de la lengua, permanece.
Julio es un mes con travesaños en los días. Tablones que se sobreponen, se encadenan y desgajan, a gotas como la escarcha. Julio es un mirador que se proyecta río abajo, difuminándose en los páramos del recuerdo, entre pomares y ciguas palmeras. Antes de que el canto del gallo rompiera en dos el trapo incierto de la madrugada, ya papá plantaba brotecitos de col y mandarinas. Mamá ordeña una vaca negra inmenso que se derrama en el bidón blanquísima. Papá pinta y despinta albas y ocasos, yendo y viniendo del verde al pedregal.
Papá sabía perderse en la espesura del día, y regresar con las manos paridas de naranjas y limones; tarareaba infinitas melodías, e hilvanaba de un tajo, con su cortaplumas, el jugo con la sed a punta de melones y sandías. Era tan sabio y dulce el río, cuando nadaba con él. Era tal vez el tan mentado yin, el abc que soñaba en mis sueños. Yo, con el alma mojada en un pincel, sacaba música de las branquias de los peces o del lamento de los ahogados. Cabalgaba una estrella, un centauro y daba de comer a las gallinas con el maíz de sus manos. El valle era un granero que florecía en simientes cundidos de geranios y azucenas. Algún potrillo loco pisoteaba los sembrados.
No iba buscando el yan, estoy seguro, en julio del 96, ni el Vellocino ni a los Argonautas ni ángeles en Los Ángeles. Iba tan sólo en una nube, con mi atávico terno de Clark Kent, buscando un ala... Papá pulsó una tecla, dijo mi nombre conjugando el verbo cercanía, y de un tajo achicó la lejanía. Era julio 29, han pasado los años desde entonces, y pienso, estoy seguro, que tan sólo se alejó un ratito para estar más cerca todavía. | A papá, en las páginas del agua. [www.rodriguesoriano.net]
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