jueves, 17 de septiembre de 2009

El mal del tiempo, de René Rodríguez Soriano, o la iniciación de «un aprendiz de intenso»


Una reflexión de pudoroso lirismo sobre el fluir del tiempo y la pérdida de la inocencia.


Por Maryse Renaud
| © mediaIsla, Boletín 1142

Leemos a menudo bajo la pluma de ciertos estudiosos de la literatura dominicana que está agotada la temática de la Era y sus horrores, ya prolijamente desarrollada, en forma casi obsesiva, en la novelística de la media isla. Aquí está, sin embargo, El mal del tiempo, la última novela de René Rodríguez Soriano, galardonada con el Premio de Novela UCE 2007, para probarnos lo contrario. Por cierto, no es el período histórico del trujillato propiamente dicho el que constituye el eje de la ficción, sino los años setenta del doctor Joaquín Balaguer, posteriores al ajusticiamiento del dictador en 1961, que lamentablemente demostraron que nada tenían que envidiarles a aquellos tiempos terribles. Años de fingida, de infernal democracia, en los que bucea René Rodríguez Soriano, discretamente, absteniéndose de imprimir de entrada a su texto un giro demasiado abiertamente ideológico. La sátira irá cobrando cuerpo poquito a poco, en forma casi fortuita, con pinceladas impresionistas. El mismo nombre de Balaguer, conviene notarlo, surge tardíamente en la página 160 («Ese maldito eterno Balaguer que te revuelve la bilis»), disipándolo de una vez por todas las posibles dudas sobre la identidad exacta de ese «auriga» que cruza la novela con su séquito de «áulicos» y «lambones», engendradas por la escritura elusiva, lacónica o metafórica deliberadamente desarrollada por el autor en no pocos pasajes del texto.

A diferencia de tantas ficciones anteriores de corte épico-dramático o acusadamente paródico, con toques incluso burlescos, El mal del tiempo opta por una escritura autobiográfica, particularmente en boga en la actualidad tanto en la literatura europea como latinoamericana. El texto reviste la modesta forma de un diario, pero de un diario ficcional se trata, ya que el narrador no es estrictamente el autor, sino un personaje ficticio de nombre Javier cuya trayectoria existencial, sin embargo, y esto no se le escapa al lector, guarda muchas semejanzas en lo fundamental con la del mismo René Rodríguez Soriano. Ahora bien, el carácter ficcional del diario no deja de presentar ventajas estéticas, liberando la imaginación y creatividad del escritor de la quisquillosa fidelidad referencial exigida por el verdadero discurso autobiográfico. Así, en el diario ficcional pueden darse con toda libertad la alianza de una veta intimista, testimonial, abrevada en vivencias y emociones de una infancia y adolescencia pueblerina, con anclaje en la historia nacional, y el despliegue gozoso, proliferante, con visos casi experimentales, de piruetas, corcovos, brillantes malabarismos verbales, plenamente autorizados por la ficción, por la imaginación fabuladora.

Lo que atrae la atención en El mal del tiempo, retiene y subyuga al lector es justamente la energía, el dinamismo, la fantasía crepitante del lenguaje que arranca el texto a la nostalgia —la «niebla» desrealizadora—, al sentimiento de malestar, a la rabiosa desesperación e impotencia que tiñen tantas páginas. René Rodríguez Soriano es ante todo un poeta, cuyos libros de poesía son de todos conocidos por su agilidad verbal y su humor (recordemos, por ejemplo, el jocoso Textos destetados a destiempo con sabor de tiempo y de canción, de 1979). Hay algo mallarmeano y cortazariano a la vez en su formar de enfocar el lenguaje, de hacernos escuchar con fruición la nueva música que emana de los vocablos más triviales, de las expresiones más estereotipadas con las cuales juega, desarmándolas de modo irrespetuoso y jocoso, rompiéndoles el espinazo, recomponiéndolas con humor, hibridándolas de modo sensual, bien caribeño, nunca arbitrario.

Repiquetean las aliteraciones y juegos paronomásticos (« Miel melosa », «Fardo sin fondo», «Retos del rato», «Tientos y tanteos»), todos los registros lingüísticos tienden a fundirse, lo mismo que se enriquecen mutuamente las músicas y lecturas a las cuales accede febril el narrador en busca de compensación: lo popular, lo soez, lo culto, lo sofisticado, lo universal, lo local se dan la mano, burlando la clausura asfixiante de la media isla. Con placer sigue el lector a ese exótico «gato estepario» del Caribe, soñador impenitente acogotado por la urbe a la cual intenta adaptarse trabajosamente, con placer hurga en su «cajón desastre», se entretiene con sus acertijos con sabor a infancia campesina («¿De qué color es el gallo» ?), espera ansioso la respuesta, nada inocente («Tinto en sangre, colorao»), se inquieta ante ese «gatillo alegre» que evidencia la presencia reptante de la violencia, se recupera, sumergiéndose por un instante en la sensualidad ardiente de ese «zumbao mulato y dulce que le alborota los cueros al más cenizo» («Se oye un tambor»), no sin dejar de prestar atención a los neobarrocos efluvios que le llegan de Cuba a través de ese «Enemigo rumor» lezamiano. Mil voces de sabor exquisito o áspero se adueñan de la ficción, acompañadas de la irrupción de mil imágenes fílmicas que sazonan de modo inesperado la vida «vacía y sosa» del narrador.

René Rodríguez Soriano es un cultor de la forma breve, de la escritura sincopada, amante de ritmos contrastados —precipitaciones acumulativas, vertiginosas, seguidas de bruscos refrenamientos, de extrañas pausas—, en cuyas manos el fragmento, de subjetividad asumida, sirve precisamente para evadir la pesadez monolítica del panfleto, la maciza grandilocuencia de una desgracia que parece eternizarse. Para poner de realce quizás, paradójicamente, como si nada, mediante contundentes yuxtaposiciones, la absurda dimensión del vivir humano («Estoy enamorado. Mataron a un hombre que conocía»).

Tal vez convenga leer esta emocionante novela, en última instancia, como una reflexión de pudoroso lirismo sobre el fluir del tiempo y la pérdida de la inocencia, como una lenta toma de conciencia del carácter lineal, irreversible, pero abierto del tiempo, pese a su aparente y engañoso estancamiento —que durante mucho tiempo pareció rimar únicamente, en la ficción, con miedo, atrocidad y abatimiento—, como una discreta e inevitable iniciación a la vida, que nos envejece, decepciona y fortalece a la vez, brindándonos a la postre la posibilidad de la acción, el coraje y el compromiso solidario. ¿Acaso no comienza, como lo insinúa el mismo texto al final, «una nueva etapa en la insulsa vida de un aprendiz de intenso»?: la del amor feliz, el deseo de resistencia y de superación («Es tiempo ya de darle la cara al tiempo por los dos. Ya está bueno»). [Maryse Renaud, escritora, catedratica de la Universidad de Poitiers, Francia. Autora de En abril, infancias mil -Corregidor, 2008]

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