lunes, 15 de junio de 2009

Alma de a cero


Yo no busco, sólo encuentroPablo Picasso

Por René Rodríguez Soriano | © mediaIsla

Nunca me ha conmovido el Nueva York de postalitas, parece que de siempre he pasado por ahí. Yendo de un lado a otro veo la misma gente que siempre he visto con las mismas camisas en las mismas esquinas, lamentando lo mismo. Apuradas, las chicas marchan sobre las tardes sordas y mudas. Pintarrajeados, paranoicos, carcomidos, los muros y los maniquíes se miran, pero no se ven. El miedo es un cuchillo que le sangra en los puños a los transeúntes que organizadamente se dirigen hacia ninguna parte.

Las nubes, cantó un día Efraín Huerta, son las únicas que se ufanan de ser nubes, y al mirar desde arriba a los que abajo ni se miran ni se admiran; Nueva York es un barrio de la ciudad de todos, donde hay gente que cree que encontró su escafandra para entrar sin pulmones a la piscina de sus sueños.

No sólo las nubes y los rascacielos rezuman trazos de delirio de grandeza en las tardes de Nueva York. Hay cierta gente, ciertos duendes, instantaneizados en el momento mismo y el lugar del que jamás se han ido. Huele a miedo en los zapatos de antes, a censor de conciencia anquilosado en estancadas aguas de huero hurón en desbandada que, en sólo dos zancadas, cruza de un lado a otro el inmenso prado de la palma de su mano y no se encuentra. No encuentra a nadie, porque busca. La noche es otra cosa, claro, si uno entra a ella desnudo, como se entra a la vida, al agua, al amor o a las páginas de un libro.

Las vestiduras y los políticos –corrijo a Carlos Marx–, son el verdadero opio de los pueblos. Esas taras de trapos e ideas fofas, verdaderas pancartas barnizadas de elusión, lo taponan todo, banalizan y barbarizan las relaciones en este proceso acelerado de idiotización colectiva al que nos someten con sus caducas teorizaciones de cartón piedra y goma de mascar. En Nueva York, sin apagones –como diría Marguerite Duras–, la noche es un libro abierto que, lamentablemente, no todos leen. Sobre todo los necios aquellos que, de acuerdo con el viejo proverbio chino, ni se dan cuenta de que no saben que existe un Nueva York que no conocen.

No vine tras la esmeralda perdida, ni deslumbrado por la flama de dudosas antorchas. Es más, deshojo margaritas con los dedos, si es que escribo.

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