El Premio Nobel portugués José Saramago, siempre comprometido y agudo, ironiza en esta columna sobre los nombres de la ex Primera Dama norteamericana, sus deberes y su flamante puesto en la admistración de Barack Obama.
Por José Saramago | © CLARIN
Clinton? ¿Qué Clinton? ¿El marido, que ya pasó a la historia? ¿O la mujer, cuya historia, en mi opinión, recién ahora va a comenzar, por más senadora que haya sido? Quedémonos con la mujer. Invitada por Barack Obama para desempeñar el cargo de secretaria de Estado, tendrá, por primera vez, su gran oportunidad de mostrar lo que realmente vale.
También la tendría si hubiese ganado la presidencia de EE.UU. No ganó. En todo caso, como dicen en mi tierra, "quien no tiene perro para cazar, lo hace con un gato" y creo que todos estaremos de acuerdo en que la secretaria de Estado norteamericana no es gato, es más un tigre, felinos ambos.
A pesar de que la persona nunca me resultó especialmente simpática, deseo a Hillary Diane Rodham los mayores éxitos, el primero de los cuales será mantenerse siempre a la altura de sus responsabilidades y de la dignidad que la función exige, por principio.
El lector atento habrá reparado que escribí el nombre completo de la nueva secretaria de Estado, es decir, Hillary Diane Rodham. Lo hice para dejar en claro que el apellido Clinton no le fue dado al nacer, para mostrar que su apellido no es Clinton y que el hecho de haberlo tomado, sea por convención social, sea por conveniencia política, en nada alteró la verdad de las cosas.
Ninguno de los dos me conoce, nunca leyeron una línea mía, pero me permito dejarles un consejo, no al ex presidente, quien nunca prestó mucha atención a los consejos, sobre todo si eran buenos. Le hablo directamente a la secretaria de Estado. Deje el apellido Clinton, que ya se parece mucho a un saco gastado y con los codos rotos. Recupere su apellido, Rodham, que supongo es el de su padre. Si él está vivo todavía ¿pensó ya en el orgullo que sentiría? Sea una buena hija, déle esa alegría a la familia. Y, de paso, a todas las mujeres que consideran que la obligación de llevar el apellido del marido fue y sigue siendo una forma más de disminución de la identidad personal y de aumento de la sumisión que siempre se esperó de la mujer. Traducción de Silvia Simonetti. [giecoleon@yahoo.com]
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