A los 14 años decidió ser escritor y se convirtió en narrador, poeta, guionista y gran juerguista. El autor de obras como Leyendas de pasión vuelve con un relato del Estados Unidos rural en Regreso a la tierra
Por ANDREA AGUILAR | © Babelia
Fuente: mediaIsla, Boletín 1148
Deja propinas exageradas a las camareras que tienen buen culo. Su fama de gourmet es legendaria, su afición al vino notable y memorables han sido sus juergas, entre otros, con su amigo Jack Nicholson. Quienes le conocen bien dicen que Jim Harrison (Michigan, 1937) es más grande que la vida. Resulta difícil acotar la personalidad de este novelista, poeta y guionista estadounidense: escapa a las etiquetas y lleva más de cincuenta años empeñado en ello. La fama no ha cambiado esto. Le llegó con obras como Leyendas de pasión, Dalva y Un buen día para morir. Mucho antes, a los catorce decidió que quería ser escritor. Poco después de cumplir los veinte sacó su primer poemario. En total ha publicado más de treinta y cinco libros. En Francia es una celebridad y en Estados Unidos, una especie en extinción. Harrison va por libre.
En Regreso a la tierra (RBA) vuelve a demostrar que es un narrador nato. Lo suyo son historias río, llenas de afluentes y meandros, sagas en las que pasado y presente se entrecruzan, en las que la naturaleza, el paisaje, el legado indio y la historia de la América rural marcan la vida y la voz de sus personajes. En esta ocasión se trata de Donald, un hombre de cuarenta y cinco años, con sangre india, postrado por una esclerosis amiotrófica, que se prepara para morir; de su esposa Cynthia, a quien el amor salvó de una catastrófica y acaudalada infancia; de su cuñado David, un hombre culto que aún no ha logrado reconciliarse con su pasado, y del joven K, libre y valiente, alma gemela del enfermo. A través de sus voces, Harrison retoma una historia que arrancó en una novela anterior, True North, situada treinta años antes, para hablar, esta vez, de la muerte de un ser querido. La historia transcurre en la Península Norte de Minnesota, el lugar donde el escritor creció.
Hijo de un ingeniero agrícola y un ama de casa, Harrison era uno de cuatro hermanos. A los siete años perdió prácticamente la visión del ojo izquierdo cuando una niña le atacó con una botella. Como Clare, la hija de Donald en Regreso a la tierra, el escritor buscó refugio en el bosque. "¿Por qué no? El bosque es amigable cuando la civilización no lo es". Dice que siempre fue la oveja negra. Sus hermanos llegaron a ser decanos de universidad. Él a los dieciocho dejó las aulas y se marchó a Nueva York porque quería ser poeta. Sus lecturas adolescentes de Rimbaud habían despertado su vocación y un apetito voraz por la vida. "Cualquiera que estuviera un poco loco me gustaba. Era como un personaje de Bolaño, siempre excitado por cosas inapropiadas". Nunca fue a un taller de escritura. "Los odio. Aprender a escribir debe ser como un solo de música, algo largo y doloroso". Se casó a los veintidós años y empezó su primera novela. "El matrimonio me dio la cordura necesaria para escribir".
La conversación de Harrison arrolla con tanta fuerza como sus relatos. Apenas han transcurrido veinte minutos de entrevista, una mañana de finales de septiembre en el despacho de su casa en Livingstone al sur de Montana, a unos treinta kilómetros de Yellowstone Park y no cabe la menor duda al respecto. Puede que la ficción se cuele entre sus anécdotas, comentarios y bromas, pero el torrente de historias resulta irresistible. Evita hablar con detenimiento de sus libros. Harrison prefiere hablar de cómo los aeropuertos le recuerdan a las perreras -"somos como perros perdidos en esos sitios horribles"- y se declara un devoto admirador de la poesía de Antonio Machado -Machado freak-. Señala una foto pegada a la pared que Michael Ondaatje le envió cuando visitó el cuarto de la pensión de Collioure donde el poeta murió y confiesa que él fantasea con hallar la maleta perdida con sus últimos versos -"no creo que quien lo encontrase lo tirara"-. De ahí salta a los recuerdos de su último viaje a España: a los doscientos pinchos que probó en las barras de Barcelona; a su pasión declarada por Lorca, Guillén y Vallejo -"la poesía en español dominó el siglo XX"-; y al extraño encuentro con un barman de un hotel en Sevilla que resultó ser un compulsivo lector de poesía -"meses después me mandó una cinta con los poemas de Miguel Hernández recitados en español y en inglés", sonríe, "no me gustan las catedrales, prefiero los bares"-. El escritor encadena otro salto para explicar que su afición a la pesca con mosca fue lo que le trajo hasta Montana hace más de treinta y cinco años. Sin aparente pausa, más allá de las lentas caladas a un cigarrillo, remata la pirueta dialéctica en el jardín señalando con orgullo el huerto de su esposa: "Las heladas sólo han estropeado la albahaca".
Al fondo en una pequeña casita se encuentra el estudio donde el escritor trabaja. En un corcho están pegadas fotografías y postales, entre otros, de la poeta rusa Anna Ajmátova, de sus hijas y nietos, de Rimbaud, de un cazador matando a una osa y del indio Wowoka, que creó el baile de los fantasmas. También hay una imagen de Hemingway con Castro. Las comparaciones entre el autor de El viejo y el mar y Harrison han sido recurrentes. En principio, el escritor se muestra reacio a hablar de ello, pero la historia puede más. "Mi padre pescaba con el tío de Hemingway", cuenta. "Su prosa es a veces demasiado consciente: uno no debería cortar las piernas de un caballo para hacerlo entrar en su box. Soy más de Faulkner o Dos Passos". La caza, la pesca, los viajes, París y las mujeres parecen unirles. "A veces creo que él estaba ahí fuera como un turista, pero quizá se trate de un tema de lucha de clases, al fin y al cabo él creció en un suburbio de Chicago y yo en Minnesota. Aunque, eso sí, yo siempre conté con el apoyo de mis padres".
Frente a su mesa, Harrison necesita un muro en blanco. Quiere evitar distracciones. "Tengo un pequeño problema de fugas y a veces siento que mi cabeza no puede parar". Escribe cada mañana. Primero anota cuidadosas descripciones visuales. Luego llega el trance, la novela en sí. Siempre todo a mano. Joyce, su asistente desde hace treinta años, mecanografía el manuscrito y se lo envía según va avanzando. La tarea es intensa. Recientemente trabajó una escena de su próxima novela en la que un personaje era violentamente apedreado. Cuenta que se quedó abatido. "¿Cómo sales de tus personajes? He hablado con Nicholson de esto y admite que algunos personajes le costaron más. No es fácil, después de rodar Alguien voló sobre el nido del cuco, ¿cómo dejas de ser ese loco?".
Para Harrison, sus perros, la pesca, la caza y la cocina son temas de los que depende en buena medida su salud mental. Frente a un plato de exquisitas lentejas con chorizo, seguido de un rabo de toro, que él mismo ha preparado, habla de su amigo el chef Mario Batalli y de su pasión por los placeres terrenales. El alcohol y las drogas formaron parte de un oscuro pasado que supo dejar atrás. Sólo bebe por las tardes, un buen vino y un trago de vodka.
Entre plato y plato el escritor recuerda sus almuerzos con John Huston y Orson Welles. Tenían una broma recurrente para no pagar la cuenta que les llevó incluso a fingir un infarto. A Hollywood el escritor llegó para hacer dinero, pero su trabajo en la industria siempre le pareció decepcionante. Eso sí, le pagaron bien e hizo buenos amigos. Vivió en Londres con Nicholson, Huston y su hija Anjelica mientras se rodaba El resplandor. Iba cada domingo a las tertulias en casa del director Tony Richardson con Joan Didion y Christopher Isherwood. Cada año se iba de pesca a Key West y coincidía con el padre del Gonzo, Samuel Hunter Thompson. Rechazó los papeles que le ofrecieron como actor -"me negué a ser el marido cornudo en El cartero siempre llama dos veces"- y un buen día dijo adiós. "Me marché de Hollywood porque no me quería morir".
Los largos viajes en coche han sido otro importante analgésico para Harrison. Después de comer conduce su todoterreno por el apabullante paisaje que rodea su casa. "Es importante escribir sobre lo que realmente conoces. El paisaje y la gente están totalmente conectados", sostiene. Cruza ríos, sube montañas por las que pacen ciervos y en la esquina de una carretera secundaria señala un viejo saloon en el que pasó demasiado tiempo. "El dolor de no entender la Historia es muy evidente en América". ¿No es ésta la tierra donde empezar de cero? "Este país tiene un largo historial de intentos fallidos de reinventarse".
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