martes, 7 de abril de 2009

De Sombras y de Dioses


La habitación giró levemente, luego más y más rápido como un tiovivo curiosamente silencioso. El techo de hormigón se convirtió en materia invisible; las estrellas rodaron en el cielo a través del segundo piso y él, carne y angustia, respiración, tiempo y dolor, observó el universo con ojos recién nacidos… | El día de Todos.

Por Juan Carlos Mieses

Fuente| © mediaIsla, Boletín 1119

El hombre dio media vuelta y levantó la mirada hacia el abismo. Hasta entonces había estado observando la desnudez de las colinas grisáceas, las rocas expuestas al frío y el valle cubierto de polvo sideral desde antes, mucho antes del nacimiento del primer primate de su especie.

Lo que el hombre vio lo dejó sin aliento.

Frente a él flotaba límpida, azul y blanca, cercana y arrobadora…

La Tierra.

Minutos antes el hombre había llegado a la luna, había dado un precavido paso y había repetido una frase aprendida de memoria, destinada a la posteridad. La emoción era tan intensa que olvidó pronunciar un artículo indefinido en la primera parte y ni siquiera lo notó. Una vez cumplido aquel deber dio otro paso, embargado esa vez por una súbita euforia.

La fuerza de gravedad era menor que en Wapakoneta, constató.

A pesar del pesado traje presurizado podía saltar sin esfuerzo en aquel fantástico paisaje, inalcanzable hasta entonces para el género humano.

El hombre se llamaba Neil.



Al llegar a la luna estaba convencido de pertenecer a un país, los Estados Unidos de América, pero cuando giró sobre sus talones y contempló el planeta natal, sospechó que tal vez su gentilicio era más complejo. Si en ese instante preciso un extraño le hubiera preguntado de dónde era, él hubiera alargado su brazo y apuntado el índice hacia la reluciente esfera rebosante de vida y de futuro que reinaba en el horizonte y cuya órbita se expandía en una interminable espiral entre las constelaciones.

Conciente de su agitación, Neil hizo un esfuerzo para sobreponerse; debía proceder sin más tardar a las tareas previstas por la agencia; la cronología del viaje espacial era implacable. Se alejó del punto de alunizaje a fin de recoger algunas muestras de suelo, y quizás porque la realidad nunca ha dejado de imitar al arte como había descubierto Oscar Wilde, Neil creyó escuchar, a través de su casco presurizado, las vagas notas de un valse de Strauss y hasta le pareció ver, en el cercano horizonte sumido en las penumbras, la silueta de un hombre parecido a Stanley Kubrick.

Los años han pasado desde entonces, pero aún recuerdo esa noche como si fuera ayer. En ese largo camino he aprendido algunas cosas. Por ejemplo, que no es preciso ir a la luna para sentir y para ver lo mismo que Neil; cada doce horas las sombras nos aclaran el mundo y revelan la inmensidad de un espacio libre del engañoso azul que esconde el universo. Por ejemplo, que la estrella llamada Sol al alumbrar las realidades cercanas y palpables, nos oculta otras, impidiéndonos ver más allá de lo cotidiano. Por ejemplo, que la noche nos permite contemplar nuestra vida desde un ángulo menos limitado y comprobar que el espacio y el tiempo, irremediablemente inseparables, son dos caras de una misma moneda cósmica.

Esa visión de inaprensibles abismos nos puede hacer sentir frágiles y patéticos, nos puede tentar a cerrar los ojos, a dormir y a soñar con mañanas llenas de sol, pero al menos nos invita imaginar nuestro destino desde una nueva y grandiosa perspectiva.

Cuarenta años después de aquel episodio, releí por última vez el manuscrito de la novela El Día de Todos antes de enviarlo a mi editora y noté, como si acabara de descubrirlo en ese instante, que la primera escena transcurría en la noche, que sus entrecruzadas acciones sucedían, en su mayoría, bajo un abismo de límites inciertos, en acentuados claroscuros de penumbras; que mis personajes, simples siluetas que apenas aspiraban a una parte fragmentada de humanidad, parecían en todo momento presentir la presencia de incomprensibles dioses hechos también de sombras, como ellos; que era en la noche, sólo en la noche, cuando adivinaban sus promesas de dicha o de sufrimiento, cuando sentían dudas e incertidumbre de futuras penitencias… y no pude dejar de preguntarme si había alguna relación entre aquella lejana noche de julio, cuando el muchacho que era yo entonces caminaba despreocupadamente bajo los almendros de Gazcue y entre las vidas de mis personajes, repetidas una y otra vez en la geografía de su limitado universo de sílabas y de páginas.
[Juan Carlos Mieses]

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