domingo, 5 de abril de 2009

LAS FIESTAS DE SEMANA SANTA EN SAN JUAN


Víctor Garrido Puello

El tiempo, que conspira contra el pasado, y lo que impropiamente se le ha dado el nombre de civilización, le han restado a las fiestas de Semana Santa el colorido popular que tuvo en años relegados al olvido. Recuerdo perfectamente cómo se celebraban estas fiestas en mi pueblo. allá, en esos benditos tiempos de mi bulliciosa juventud. Voy a rememorarlos no sin un poco de melancolía. Son años que se fueron, que nos dejaron penas o alegrías, pero que su añoranza nos deja siempre en el corazón el perfume y el encanto de las cosas inolvidables.


La Semana comenzaba con los oficios religiosos del Domingo de Ramos, mística evocación de la entrada del Señor a Jerusalén, cuando fue atraído a la trampa que lo llevó al suplicio. Después de bendecidas las palmas y repartidas entre los fieles presentes, la procesión hacía un recorrido por la parte exterior de la Iglesia. Todas las puertas se cerraban. Por una de ellas llamaba el sacerdote repetidamente con cantos litúrgicos hasta que se abrían todas y la procesión terminaban, así los actos de la mañana.

Los lunes, martes y miércoles, además da las misas, tenían lugar procesiones nocturnas, todas con gran concurrencia, sobre todo la del Nazareno, cuya devoción es muy popular en todo el país.

El jueves se iniciaba con un recogimiento pleno, que olía a misterio y santidad. Los ruidos cesaban. Después del encerramiento la población presentaba el aspecto de cosa muerta o abandonada. Se prohibían los ruidos y el tránsito de carruajes y de personas montadas en animales. En los hogares se imponía hablar en voz baja, so pena de un sorpresivo cachetazo propinado por una irritada mamá. La policía extremaba sus actividades y hacía cumplir las disposiciones emanadas de las autoridades superiores, sobre todo con la muchachada, que siempre perturbadora, se complacía en quebrantar los reglamentos haciendo travesuras. Durante toda la Semana !a afluencia de campesinas a la Iglesia se podía reputar como extraordinaria, lo que contribuía a revestir los oficios religiosos de inusitado esplendor y solemnidad. Los jueves, viernes y sábado eran les de mayor concurrencia.

Las ceremonias del Lavatorio, el jueves por la tarde, revelaban el fervor católico de nuestro pueblo. De todos los ceremoniales es el que tiene sentido humano más profundo. Es la reproducción viviente de la escena del Cenáculo, cuando Jesús, presintiendo su destino, lavó los pies a sus doce cansados compañeros en demostración de humildad. Lo presidía el Canónigo Bonito R. Pina, sacerdote de vasta cultura y de relevantes prendas morales, asistido de los hombres principales de la localidad. Los concurrentes a lavarse los pies generalmente eran adolescentes alumnos del Padre Pina. La Iglesia sudaba de gente. La ceremonia se efectuaba en religioso silencio.

El viernes por la mañana el paso de la Cruz, otra ceremonia imponente y grave. A los pies del Presbiterio se extendía una alfombra. La cabecera de ella la ocupaba el canónigo Pina con la imagen del Crucificado y un platillo puesto en posición conveniente. EI paso de la Cruz lo iniciaba el sacerdote. Luego el desfile de notabilidades: las autoridades, Juan Jaques, Rubí Ramírez, etc., cada uno haciendo la ofrenda de una onza de oro. Tras de éstos les menos favorecidos de la suerte que ofrendaban valores dentro de sus posibilidades económicas. Por la tarde el sermón y la procesión del Santo Sepulcro, siempre ates­tado de gente. Los sermones del Padre Pina eran un acontecimiento social por el brillo de su oratoria y la belleza de su inspiración.

Unas veces pelotones de la Guardia Republicana y otras una guardia formada por jóvenes de la sociedad que desenterraban viejos uniformes para lucir, orondos y tiesos, arrestos militares, tomaban parte en les actos de la semana, dándole la marcialidad acostumbrada. Don Arquímedes Paulino, mi viejo maestro, gozaba lo indecible mandando esta guardia.

El sábado amanecía con un cariz menos cargado de tristeza. La muchachada hacía corra en el parque, frente a la Iglesia, en espera de que el bronce de las campanas repicaran Gloria. Campanas de mi pueblo cuyo metálico sonido tantas veces han despertado en mi corazón involuntaria melancolía.

De los lugares más apartados de la común afluían, como bandadas de palomas al palomar, gran cantidad de campesinos a la ceremonia de ese día, para ellos de gala y fiesta, luciendo vestidos y trajes de abigarrados calares, muchos de estrafalaria confección que daban oportunidad para burlas y chistes de los espectadores.

Mientras se esperaba el anhelado repique, en el parque había expectación.

Grupos diseminados animaban la mañana. Pendiente de un palo alto oscilaba judas o a horcajadas sobre un asno. Para la muchachada, que no le importaba la historia ni el simbolismo del sacrificio, Judas era el personaje principal y su fusilamiento un motivo de diversión. Al sonido de los primeros campanazos la guadia, ya en atención, ejecutaba al prisionero. La algarabía que se armaba era descomunal.

Quema del Judas

Los grupos de muchachos se abalanzaban sobre Judas y entre carreras, trompadas: y risas lo destrozaban. Por la noche bailes de sociedad y populares. En cada esquina de los suburbios repicaba caliente el balcié, invitando a la alegría y la diversión.
Con la procesión del Domingo de Resurrección, a las 5 A. M,, quedaba terminada la Semana Santa.

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