martes, 4 de agosto de 2009

El hombre que amaba a las mujeres


Con La reina en el palacio de las corrientes de aire, que acaba de salir, cierra la trilogía "Millennium" que convirtió a su autor, el sueco Stieg Larsson, en un best-séller mundial. Aquí, un análisis de la obra.


Por Marcelo Figueras | (c) Clarin
Fuente: mediaIsla, Boletín 1136

Para qué sirven los personajes? Más allá de acosar a Pirandello y de prestar cuerpos y voces a las historias que consumimos, ¿por qué concedemos a estas entelequias, a estas criaturas inexistentes –en esta convención acordamos todos: los personajes no son personas... o no deberían serlo– el poder de entrar en nuestras vidas moldeándolas para siempre, o lo que es igual: el poder de ser más reales que lo real?

Se han empleado ríos de tinta para explicar qué función cumplen las historias en la cultura humana; además de esas razones, para muchos de nosotros son una forma excelsa del conocimiento. ¿Pero qué ocurre cuando los personajes trascienden las historias que los enmarcan? ¿Por qué hay tantos que conocen al Quijote, pero no al Quijote, o podrían explicar quién es Sherlock Holmes –o su heredero, el doctor Gregory House de la serie– aun cuando no podrían repetir uno solo de los argumentos que protagonizaron?

La trilogía "Millennium" de Stieg Larsson es un ejemplo de esta anomalía. Las novelas comparten género (el policial, o si se prefiere el thriller) y escenario: el presente, en Suecia conducida por una monarquía parlamentaria. También responden a ciertas preocupaciones: los abusos de poder, perpetrados tanto por las instituciones como por los ricos (que se convierten en dueños de las instituciones) y sus empleados; y la indefensión de los ciudadanos ante esta pinza inescapable, vulnerabilidad que crece si la víctima pertenece a una minoría.

Pero ante todo, Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y la flamante La reina en el palacio de las corrientes de aire comparten una serie de personajes, dos de los cuales brillan con luz propia.

El primero es el periodista Mikael Blomkvist, pluma estelar de la revista Millennium. La primera vez que lo encontramos, al principio de Los hombres..., Blomkvist está a punto de ir a prisión. ¿La causa? Un juicio que le entabló un empresario a quien tildó de corrupto. Las pruebas con que creyó contar a la hora de ir a la prensa se revelaron inconsistentes, y ahora Blomkvist tiene dos opciones: desdecirse o ir preso.

El también periodista metido a escritor Stieg Larsson triunfa a la hora de crear este colega incorruptible (en un mundo que descree, por razones tan tristes como incuestionables, de la existencia de periodistas impolutos), porque toma un recaudo que habla de su sagacidad: lo hace ligeramente aburrido. Blomkvist es bastante atractivo y tiene suerte con las mujeres, pero por lo demás está en las antípodas del héroe romántico. Con el correr de las páginas, las ironías que los personajes disparan a ese anacronismo que es Blomkvist –las personas honestas, parece sugerir Larsson, son las minorías más vulnerables– van in crescendo al tiempo que afinan la puntería.

Y encima el hombre tiene que aceptar las burlas: le dicen 'Kalle Blomkvist', como el niño detective que protagonizó tres populares novelas de Astrid Lindgren a mediados del siglo XX. El apelativo duele porque subraya su ánimo de boy scout y su condición de detective aficionado. ¿Pero qué hace Blomkvist frente a la adversidad? Lo que mejor le sale: perseverar. Lo suyo es la persistencia del perro de presa, una característica poco espectacular pero que contrasta con el otro personaje, la mujer que nos roba el aliento cada vez que irrumpe en escena: la feroz, impredecible y deslumbrante Lisbeth Salander.

"Ella es muy poco convencional, segura de sí misma y extraordinariamente fuerte... Con frecuencia se burla y pone en ridículo a los adultos con los que se cruza... De todos modos, reserva su peor comportamiento para aquellos que son pomposos y condescendientes". Que esta definición de Pippi Calzas Largas –otra creación de Astrid Lindgren– se aplique tan bien a la joven Salander tiene explicación: así como Mikael funciona como proyección adulta de Kalle, Larsson concibió a Lisbeth como una extrapolación de Pippi al mundo de hoy.

Pero aunque compartan la esencia indómita, las diferencias entre Pippi y Salander son tantas como las que existen entre el universo de las ficciones de Lindgren y nuestro presente. Aquella Suecia pre-Bergman (la última novela de Kalle Blomkvist apareció en 1953, año del estreno de Un verano con Mónica) suena hoy a Arcadia. En cambio en la Suecia de estos días –Larsson va dejando caer estos datos como piedras basales de su novela inicial–, casi el cincuenta por ciento de las mujeres sufrió violencia por parte de algún hombre.

Que el apellido Salander evoque con su música a unos animales célebres tiene sentido, en tanto Lisbeth, al igual que las salamandras, no sólo es anfibia (se mueve en nuestro mundo sin pertenecer del todo a él), sino que además exhibe una envidiable capacidad de regenerarse después de las peores mutilaciones.

Aun cuando es diminuta y delgada hasta la androginia, dueña de un pasado trágico que la saga irá develando y un presente en equilibrio precario (su historial de violencias e inadaptaciones la puso bajo tutela del Estado), Salander es lo contrario de una víctima. Los tatuajes y el look gótico constituyen una expresión socialmente tolerable de su agresividad; pero llegado el caso, ya sea con un aparato que dispensa shocks eléctricos o con sus manos y dientes, ella no dudará en pulverizar adversarios y convenciones con el mismo golpe.

Lo más temible, en cualquier caso, es su inteligencia.

Parte de esas luces le ha llovido del cielo. Por allí se menciona la posibilidad de que Salander padezca el llamado 'síndrome de Asperger', lo cual explicaría de un plumazo tanto su ceguera emocional –la aparente imposibilidad de sentir empatía con otros seres– como su deslumbrante capacidad intelectual, que operaría como sobrecompensación por la carencia antes citada. (Se dice que tanto Newton como Einstein y Bill Gates serían poster boys del Asperger; en el mundo literario se identifica del mismo modo al protagonista de El curioso incidente del perro a medianoche, de Mark Haddon.) Blomkvist se asombra al descubrir que Salander posee una memoria fotográfica perfecta: le constan las ventajas de poseer semejante don a la hora de investigar.

Pero Salander tiene otras capacidades, que desarrolló a pesar de verse sometida a las peores condiciones. (Resulta tentador interpretar su existencia como un libelo contra las instituciones, porque todas se han conjurado en su contra: la familia, el Poder Judicial, la policía, los medios, la práctica psiquiátrica.) Su consagración como uno de los hackers más habilidosos del mundo es mérito propio, y no de condición neurológica alguna.

Del mismo modo, Salander hace un uso práctico de su inteligencia que va a contrapelo de los modos del mundo. En una sociedad que infla egos para suplir carencia de personalidad, Lisbeth no tiene problema en ser tomada por idiota, loca o border. Y aun cuando por experiencia y determinación se convirtió en feminista de lo que podría llamarse línea dura, no tiene prurito en agrandarse los pechos para sentirse más atractiva.

La vida le ha enseñado a cultivar una saludable desconfianza respecto de toda normativa, empezando por aquellas dictadas por la corrección política. Al mejor estilo de los forajidos de las leyendas (siempre masculinos: Robin Hood, Jesse James, Dillinger), Salander es de los personajes que sólo se atiene a su propia ley.

El personaje se agiganta con cada novela dado que el arco que le diseñó Larsson es efectivo. En Los hombres que no amaban a las mujeres, Salander arranca como ladero del paladín Blomkvist; un sidekick especial, cuyo colorido y exuberancia amenazan robarse las cámaras, pero de todos modos se trata de un papel secundario.

En La chica que soñaba..., la cadena de injusticias que hizo de ella quien es pasa al centro de la escena –y Salander, en su intento de saldar cuentas con el pasado, se consagra como protagonista.

En La reina en el palacio de las corrientes de aire, Salander deja de ser un secreto compartido por pocos para convertirse –a su pesar– en una cause célèbre. No resulta fortuito que la hermana de Blomkvist, la abogada Annika Giannini, se vuelva un personaje clave de este tercer movimiento que se cierra, tal como se inició, con un juicio. Salander es acusada de crímenes que no cometió, al tiempo que se la crucifica públicamente como personificación de rasgos que ponen nerviosa a la gente: su bisexualidad, su dudosa salud mental, su presunto 'satanismo'. Cuando estos cargos se revelan insustanciales, el juego se revierte y la que termina siendo objeto de un j'accuse es la sociedad que demonizó, a base de prejuicios, a uno de sus miembros más desvalidos.

Esta es una de las explicaciones posibles al éxito de la trilogía. Más allá del exotismo y del encanto perenne de la nieve (que tan bien funcionó en otro nórdico, el danés Peter Hoeg y su Smilla's Sense of Snow), la pintura de la sociedad sueca que hace Larsson cala hondo porque se parece mucho a la de cualquier gran ciudad de hoy: en su racismo apenas soterrado, en su violencia, en la gozosa sumisión de las clases medias a las ricas, en el maltrato que siguen recibiendo las mujeres, en los pantanos de su Estado y de su Poder Judicial, en la adopción de eslóganes para disimular la ausencia de juicios fundados, en la frivolidad criminal de los medios.

Larsson es un hábil constructor de tramas y dosificador del suspenso. Aun cuando el relato se ramifica en tantas líneas como personajes, la tensión nunca decae. Y esto es algo que no puede haber aprendido en las redacciones donde trabajó: es, más bien, una de las marcas del narrador puro.

Por lo demás no puede decirse mucho de su lenguaje, más allá de que está concebido para ser funcional a la trama. Este vasallaje de las palabras a la historia es, sí, una de las características del best-séller concebido como género. Pero lo que los best-séllers no suelen lograr, y a fuer de ser sinceros tampoco la literatura 'seria' de los últimos años (empezando por la local), es la creación de personajes inolvidables, de esos que siguen viviendo mucho después de que el libro comenzó a acumular polvo en su estante.

Si conservásemos la esencia de la novela y quitásemos a Salander, poniendo en su lugar otro personaje –uno menos inquietante, menos ambiguo–, la trilogía no produciría el mismo impacto.

Habrá quien diga que Salander es una más en la lista de personajes tan inteligentes como idiosincráticos que están de moda: empezando por Dr. House o el Patrick Jane de The Mentalist. Brillantes e insoportables a la vez, todos ellos son más interesantes que los relatos que los contienen.

Lo que diferencia a Salander de este grupo resulta evidente: es mujer. Que además sea la única a la que se le hace sentir que es paria, y en consecuencia se la sospeche y persiga, no es una cuestión independiente de su género. Alguien como House puede darse el lujo de ser problemático. En cambio Salander, que reclama el derecho a vivir como quiere sin ser molestada (a diferencia de sus colegas masculinos, ella no hace alarde de su inteligencia), es vista de inmediato como loca y peligrosa.

El éxito de Dr. House seguramente se vincula a nuestra necesidad de ver gente inteligentísima en acción. En el contexto general (lo que va de nuestros dirigentes a las personas ¿reales? que pululan por televisión), alguien culto y articulado representa un cambio bienvenido. Pero el fenómeno Salander va más allá de esta demanda.

La trilogía "Millennium" vendió millones de ejemplares porque es entretenida y toca temas sensibles (otro de los méritos de Larsson: la forma en que enhebra conciencia y placer, arrebatándole el copyright de la diversión al espectro político conservador), pero ante todo porque puso en su centro a un personaje fascinante, en cuya compañía uno querría permanecer más allá del fin de sus novelas.

Los personajes que se nos meten debajo de la piel son una proyección perfecta de nuestros deseos. Lo es el Quijote del anhelo heroico que querríamos poseer, lo es el Holmes de la inteligencia desaforada que querríamos haber desarrollado. Su resonancia la obtienen de los rasgos que equilibran su desmesura, humanizándolos: su desconexión del mundo real, la melancolía y la adicción a la solución de cocaína al 7%.

Además de deseos, los personajes que más nos conmueven proyectan nuestros miedos. (A la locura en el Quijote, a la soledad en Holmes.) Salander cala hondo porque encarna nuestro sentido de inadecuación en esta sociedad: al igual que el grueso de nosotros –que padecimos en menor medida, claro– ha sido prejuzgada, incomprendida, segregada, abusada. Y en lugar de victimizarse, que es la actitud que la televisión aconseja en estos casos, se ha puesto de pie y devuelto golpe por golpe.

En este sentido Salander es una fantasía de poder. Ella hace lo que todos soñaríamos hacer, pero a diferencia de los vengadores habituales del cine y la TV, no pierde la humanidad en el proceso. Tanto es así que, sobre el final de La reina..., hasta se atreve a intentar aquello que la mayoría de nosotros encuentra tan difícil, aun cuando no hayamos sufrido ni la mitad: abrir verdaderamente el corazón.

"Toca este libro y tocarás a un hombre", escribió alguna vez Walt Whitman. En el caso de "Millennium", los libros son tres y lo que uno roza al tocarlos es, más bien, una mujer de verdad.

El destino es ciego: hace daño sin mirar a quien, y en el caso de Larsson ha sido particularmente cruel. Uno desearía que Herman Melville, y por qué no Van Gogh, hubiesen recibido en vida el reconocimiento que merecían y al que además aspiraban. Larsson murió antes de poder apreciar lo que Salander y Blomkvist producían en su público. Pero la vida que huyó de su cuerpo se quedó prendida, de algún modo, de su personaje mejor. No hay muchas personas que puedan mencionar quiénes son los creadores de Snoopy, el Corto Maltés, Rocambole y el Fantasma de la Opera, pero a cambio de ese anonimato sus autores han obtenido una extraña, y ante todo prolongada, sobrevida.

Larsson se ha eclipsado. Pero Lisbeth Salander goza de buena salud.

Larson Básico. Suecia, 1954-2004. Periodista y Escritor.

Periodista y reportero de guerra reconocido como experto en los grupos de la extrema derecha antidemocrática, falleció inesperadamente de un ataque al corazón, días después de entregar a su editor el tercer volumen de la trilogía "Millennium" y poco antes de ver publicado el primero. Participó del proyecto "Stop the racism" y escribió varios libros de investigación periodística acerca de los grupos nazis de su país. [fontanamoncada]

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