martes, 17 de febrero de 2009

Cicatrices más hondas que la guerra


¿Puede contarse el horror de la guerra, el viaje a los recuerdos más oscuros, a través de un documental de dibujos animados? Ari Folman y David Polonsky demuestran que es posible.


Por GUILLERMO ALTARES | © BABELIA

Fuente: mediaIsla "Boletín 1112"


Tras haber visto 100 cuerpos, dejamos de contar". Con esta frase el periodista británico Robert Fisk resume el horror que encontró la mañana del 18 de septiembre de 1982 al toparse con la matanza de cientos de hombres, mujeres y niños en los campos palestinos de Chabra y Chatila, situados al sur de Beirut. "Nos lo dijeron las moscas", son las palabras con las que arranca su reportaje 'Terroristas', una obra maestra del periodismo de guerra. "Grandes como moscardones, nos cubrían, inconscientes al principio de la diferencia entre los vivos y los muertos", prosigue Robert Fisk en este estremecedor testimonio, uno de los capítulos de su libro sobre la guerra civil libanesa, Pity the Nation (Oxford University Press), nunca traducido en España, aunque 'Terroristas' puede leerse en castellano en ¡Basta de mentiras! (RBA. Barcelona, 2007), un volumen en el que John Pilger recopila clásicos del periodismo rebelde.

"Las fotografías no captan las moscas ni el olor blanco y espeso de la muerte", escribió otro testigo de la matanza, el inmenso narrador francés Jean Genet (19101986), el escritor de la marginalidad, siempre al límite, que al final de su vida se comprometió con la causa palestina, una relación que plasmó en el libro Un cautivo enamorado y en el texto 'Cuatro horas en Chatila', recogido en el volumen de escritos L'enemi declaré (Gallimard). Genet también estuvo allí aquel 18 de septiembre, cuando las milicias falangistas acababan de terminar la matanza.

"El primer cadáver que vi era el de un hombre de unos cincuenta o sesenta años. Habría tenido una corona de cabellos blancos si una herida (un hachazo, me pareció) no le hubiera abierto el cráneo. Una parte ennegrecida del cerebro estaba en el suelo, junto a la cabeza. Todo el cuerpo estaba tumbado sobre un charco de sangre, negro y coagulado", prosigue el autor de Diario de un ladrón y de Las criadas. "El cinturón estaba desabrochado, el pantalón se sujetaba por un solo botón. Las piernas y los pies del muerto estaban desnudos, negros, violetas y malvas: ¿quizá fue sorprendido por la noche o a la aurora? ¿huía? Estaba tumbado en una callejuela inmediatamente a la derecha de la entrada del campamento de Chatila que está frente a la embajada de Kuwait. ¿Cómo los israelíes, soldados y oficiales, pretenden no haber oído nada, no haberse dado cuenta de nada si ocupaban este edificio desde el miércoles por la mañana? ¿Es que se masacró en Chatila entre susurros o en silencio total? El amor y la muerte. Estos dos términos se asocian muy rápidamente cuando se escribe sobre uno de ellos. Me ha hecho falta ir a Chatila para captar la obscenidad del amor y la obscenidad de la muerte. Los cuerpos, en ambos casos, no tienen nada que esconder: posturas, contorsiones, gestos, expresiones, incluso los silencios pertenecen a uno y otro mundo".

"Algunos niños estaban abrazados entre sí, un recién nacido daba la impresión de haber sido degollado", escribió en la primera página de EL PAÍS del 19 de septiembre Ignacio Cembrero, entonces corresponsal en Beirut y que también formó parte del reducido grupo de periodistas que entraron aquella mañana de septiembre en el espacio infinito del horror. "Varias mujeres carecían de falda y parecía que habían sido violadas antes de ser asesinadas", prosigue Cembrero en su crónica sobre lo ocurrido en los campos.

Nunca se ha sabido con precisión cuántas personas fueron masacradas, entre 1.000 y 3.500. Tras el asesinato del presidente libanés electo, Bashir Gemayel, las milicias falangistas entraron en Chabra y Chatila y durante horas y horas estuvieron asesinando con la colaboración pasiva de las fuerzas israelíes, que controlaban todas las entradas al campo y tenían una panorámica excepcional sobre la muerte, como se relata en Vals con Bashir, que culmina con la matanza. Una comisión del Parlamento israelí reveló en 1983 que el Tzahal supo en todo momento lo que estaba ocurriendo y Ariel Sharon, entonces ministro de Defensa, fue acusado de tener "responsabilidad directa" y acabó por dimitir.

Casi 25 años después de la matanza, durante los bombardeos israelíes del verano de 2006, en Chabra y Chatila se respiraba la pobreza y la injusticia, como siempre. Las huellas de todas las guerras que han sufrido los campos palestinos siguen siendo evidentes, como siempre. Las calles, estrechas y polvorientas, con edificios decrépitos que llevan 60 años siendo provisionales, forman un laberinto de miseria en el que se hacinan todavía unas 7.000 personas, como siempre. Entonces, antes de la guerra de los campos de 2007, ya se hablaba de la infiltración de elementos yihadistas. Eso era nuevo. Y también era nuevo el aumento del miedo. "Incluso sin este último conflicto, toda la gente habla de sus recuerdos más terribles, de todo lo que ha ocurrido en estos campos: la guerra civil, la invasión israelí, la masacre. Cuando estallaban las bombas en vez de pensar en todo eso día a día, la gente pensaba en ello minuto a minuto", afirmaba Munir Maaruf, uno de los funcionarios de la UNRWA (la agencia de Naciones Unidas que se ocupa de los refugiados palestinos) en una mañana de agosto de calor agobiante.

¿Todos estos horrores pueden plantearse en una película de dibujos animados? ¿Todos los recovecos de una memoria de soldado que huye de sus propios recuerdos ante la violencia vista y vivida admiten un formato como la animación? Tras ver Vals con Bashir, la respuesta es que sí, que el realizador Ari Folman ha conseguido darle forma al horror y a la memoria. "Todo es real o no real en el mismo plano, porque todo está construido. En la película se mezclan los recuerdos y lo vivido y un formato perfecto para conseguirlo era la animación", afirma David Polonsky, el director artístico del filme entrevistado a principios de febrero en Angulema durante el Festival Internacional del Cómic. "Al final, la idea es que los espectadores olviden que están viendo animación. Cuando arranca el filme es difícil hacerte con el lenguaje, pero al final ni siquiera te das cuenta", prosigue Polonsky, que había acudido a esta ciudad del centro de Francia a presentar la versión en tebeo del filme, editada por Casterman en Francia y por Metropolitan Books en Estados Unidos.

Uno de los momentos del filme que ha provocado más polémica es cuando irrumpen de repente imágenes reales de la masacre que, además, son las únicas escenas que tienen sonido directo. La polémica no se debe a la crudeza de lo que aparece en la pantalla, sino porque muchos críticos consideran que resultan innecesarias, que todo lo visto hasta entonces es real. Tan real como las palabras que encabezan este texto, tan real (o tan irreal o tan falso o tan auténtico) como los recuerdos, como los recovecos de la memoria. Vals con Bashir es un viaje al final de la noche de la guerra y de la memoria. La dibujante libanesa Zeina Abirached, autora de El juego de las golondrinas (SinSentido), acaba de publicar en Francia otro cómic sobre sus recuerdos de la guerra de Líbano, que vivió como niña, Je me souviens, Beyrouth. El libro arranca con una cita del fotógrafo y director de cine Chris Marker: "Cuando ocurren, los recuerdos no se distinguen de los otros momentos vividos. Sólo los reconocemos después, por sus cicatrices". Vals con Bashir consigue convertir en cine esas cicatrices, más profundas que la guerra, y logra que no importe el formato en el que llegan hasta nuestros ojos. -

L'enemi declaré. Jean Genet. Gallimard. París, 1991. 425 paginas. El juego de las golondrinas. Zeina Abirached. Traducción de Lucía Bermúdez. SinSentido. Madrid, 2008. 192 páginas. 16 euros. Je me souviens, Beyrouth. Zeina Abirached. Cambourakis. París, 2008. 100 páginas.
[fontanamoncada]~

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