"El viaje en tren me parecía una buena metáfora del siglo XX y su simbolismo como progreso. Yo debía poner al lector en ese tren y contarle sin parar"
Por Carles Geli | © BABELIA
Fuente: mediaIsla, Boletín 1116
Una sola frase de 400 páginas, sin punto alguno, son los raíles por donde discurre el tren de la memoria de un espía, camino de vender un maletín de secretos no sin antes repasar los vagones de sus recuerdos, sustratos de Europa, enumeración caótica que evoca a Burroughs y Pound, Aníbal y Napoleón, la colección de pantuflas del exiliado Alfonso XIII, el genocidio armenio, carniceros como Millán Astray y el comandante de Treblinka Franz Stangl, todo un hilo que el escritor francés Mathias Enard (Niort, 1972) ha ovillado en Zona, que la crítica francesa ha declarado mejor novela de la rentrée literaria y otorgado el Prix Décembre a esa memoria que huye o que no acaba de hacerlo.
—De lo primero que sobresale en Zona son los detalles de los relatos bélicos, de Beirut o de Croacia, de un verismo increíble.
—Son fruto de largas conversaciones con mis informantes, combatientes en el Líbano, los Balcanes o Irán. Fueron ocho personas. Mi experiencia se limitaba a mi estancia en el Líbano en 1990 para un reportaje sobre la Cruz Roja.
—Es ya la tercera obra donde aborda la guerra o la violencia. ¿Qué busca?
—Me interesa la reacción del combatiente ante la guerra, cómo el hombre vive el peligro y el dolor; la guerra es otro mundo: todo -el placer, la amistad, el dolor- es muchísimo más intenso. Y eso se nota cuando hablas con ellos: pueden haber perdido tres dedos y en cambio echan de menos ese tiempo: la guerra daba un sentido a sus vidas y les dejó unas huellas tanto a ellos como a la memoria de sus pueblos. Es un tema clave del siglo XX.
—La desintegración de Yugoslavia se lleva la mayor extensión. ¿Metáfora de?
—De la otra cara de esta Europa aparentemente sólida pero de construcción tan rápida que por ello tiene heridas mal curadas que de golpe se reabren. Yugoslavia fue un fracaso diplomático y cultural, estalló como quien no quiere y resucitó mitos arrastrados desde la Segunda Guerra Mundial: el comportamiento de los chetniks serbios y los ustadji fascistas croatas...
—Los personajes son infinitos, pero el escenario dominante es la ribera mediterránea.
—Quería hacer algo épico sobre el Mediterráneo, mostrar su evolución e influencia como crisol de Europa, pero no sabía cómo armarlo. He invertido cinco años en eso.
—¿Y el chispazo?
—Pues como una revelación, durante un trayecto en tren. El viaje en tren me parecía una buena metáfora del siglo XX y su simbolismo como progreso. Con el transporte me saltó el formato: tenía que ser un flujo de conciencia, el tren se iba a detener poco y yo debía poner al lector en ese tren y contarle sin parar.
—Pero eso implicaba jugar con el dificilísimo monólogo interior, a lo Molly Bloom de Ulises de Joyce, sin un punto, y no es fácil para el lector hallar ese tipo de hilo...
—En el fondo se trata de buscar un ritmo y reconocer esa voz. La magia es que poco importa dónde esté el punto o si está porque el lector lo pone y correctamente; el trabajo fue fluido, como si lo hubiera escrito de golpe; me resultó mucho más difícil trabajar después el texto: debían encajarse estilos y personajes y temáticas.
—¿Cómo lo solucionó?
—Pues en parte a base de post-it que llenaron una pared de casa. Unos 200, creo. Se trataba de tener controlada la novela y los temas que la cruzan; los colores me indicaban épocas y contenidos. Con Zona he aprendido a ser estilísticamente más libre.
—La obra convoca a Céline, Lowry, Burroughs..., espíritus literarios muy diversos. ¿Qué les une?
—El Mediterráneo: todos se instalaron en él. Luego, que se equivocaron: en todos su vida literaria nace de un error; Pound, por ejemplo, pensó que el fascismo podía dar la felicidad; Burroughs, que nunca hubiera podido escribir sin haber asesinado a su esposa... Quería ver cómo arrastran la culpa y cómo ésta marca sus vidas, como a mi narrador.
—La crítica francesa ha visto una influencia de la Ilíada.
—Homero es el primer gran narrador de la primera gran batalla; toda la literatura occidental sale de ahí; me apasiona tanto que quería hacerla vigente; su desarrollo narrativo, con ese vaivén, la convierte en una historia y un estilo muy contemporáneos.
—Parece entreverse también al Dante del mezzo del cammin di nostra vita de la Divina Comedia.
—Sí, mi narrador está en el vacío de dos mundos, entre lo individual y lo colectivo; no sabe de qué lado va a caer; está tan indeciso como la Europa de hoy frente a la crisis; de alguna manera, Zona interroga qué es esta Europa y por qué se cree tan perfecta; reflejar su lado oscuro me parecía hoy obligatorio.
—En esa Europa, Barcelona recibe un bofetón: una ciudad falsa, "como una vieja puta con peluca morada".
—El turismo la ha convertido en una caricatura de sí misma; se trata de ser más Barcelona que ella misma, con más diseño, más glamour... Y eso le pasa porque se ha convertido en un producto que, como tal, debe venderse; el último ejemplo es la plaza dedicada a Vázquez Montalbán en el Raval, con un hotel de lujo en medio. Eso ocurre por la pérdida de la memoria, signo de los tiempos.
—Esa memoria depende en su libro sólo de los que ganan...
—Hoy la memoria se compra y se vende y se utiliza o se esconde según lo político: ahí está Francia con Argelia, el Líbano con su guerra civil, Barcelona con su Camp de la Bota [donde el franquismo fusiló a centenares de catalanes] o el mundo todo con Armenia. Lo que importa de la memoria es que esté viva; siempre hay que saber sobre qué cadáveres está andando uno.
—Visto por un francés, ¿qué tal el debate sobre la memoria histórica en España?
—Parece una comedia negra: que si desenterramos a los muertos, que si no..., y nadie parece darse cuenta de que más allá de los huesos lo que hay son historias que no han sido contadas y las necesitamos más que esos huesos; la memoria privada no debe sustituirse por una placa estatal; si la literatura puede contribuir interesándose por relatos de vidas que sólo nos queda imaginarlas, adelante.
—Su novela es una rara avis en un país, Francia, que hace años que ha dejado de marcar la línea de la novelística europea.
—Lo que ocurre es que se tiene la imagen de la narrativa francesa como de algo gris, anodino, clásico de los sesenta... No se la conoce bien. Y no lo digo sólo por los jóvenes, ahí está el inmenso Pierre Michon. Ocurre que la cultura se ha convertido en soma huxleyana y, en ese contexto, la novela ha de ser de ritmo fácil, corta, insustancial..., se le exige que sea y responda como una película. En mi caso, espero estar entre dos aguas: me gusta seguir una tradición literaria pero que su lectura genere gran placer.
Si Zona es soma, va a lectores del tipo alfa más. -
Un joven escritor de gran prestigio
Mathias Enard lee ahora Las benévolas, de Jonathan Littell, con la que se ha querido comparar su Zona por el supuesto tema común del mal. "Pinta bien". Ahora no puede decir más. O sea, que las influencias de este joven escritor francés deben buscarse quizá en su gran conocimiento de las lenguas árabe y persa, que estudió en Irán, Egipto y Siria ("es una literatura a la que le debo mucho"), o en su dominio del castellano, practicado en una Barcelona en la que está establecido, junto a su esposa catalana, desde 2000, como profesor de árabe. En cualquier caso, en menos de seis años se ha labrado fama de escritor exquisito (entre los 10 mejores autores franceses de menos de 40 años, según la revista Technikart) con apenas cuatro novelas: La perfección del tiro (2003, dos premios), Remontando el Orinoco (2006) y Manual del perfecto terrorista (2007).
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