miércoles, 1 de abril de 2009

Crítica de la cultura mediocre. Entrevista con Enrique Serna


Ariel Ruiz Mondragón
Fuente: biblialogos.blogspot.com

La vida de la cultura mexicana tiene en todos sus niveles —desde la academia hasta el medio del espectáculo, del burlesque a la literatura— vericuetos opacos en los que ha sido necesario penetrar para poder apreciar sus miserias y sus riquezas, sus cambios y sus permanencias.

Varios de esos aspectos han sido descritos y analizados, con buen humor, por Enrique Serna en muchos artículos que han visto la luz en diversas publicaciones culturales del país, y que han sido recopilados en su libro Giros negros (México, Cal y Arena), en el que realiza una disección crítica de algunos aspectos oscuros de la vida cultural, política, social y literaria de México.

Sobre ese libro reciente sostuvimos una charla con el autor, con el que abordamos, entre otros, los siguientes temas: los cambios en la disipada vida nocturna de la ciudad de México, los cambios en materia de sexualidad en los años recientes, la condición cultural del mexicano, las transformaciones y continuidades culturales generadas por la democratización y el papel de la literatura en el cambio cultural.

Además, tratamos el papel de la academia en la formación de literatos, los aspectos conservadores de ciertas prácticas transgresoras, los excesos y el dolor en la creación literaria, así como el valor de la contracultura.

Serna estudió Letras Hispánicas en la UNAM, y ha colaborado en diversos medios: Nexos, Letras libres, Crítica y Confabulario, entre otros. Es autor de 6 novelas, dos libros de relatos y uno de ensayos. Ha sido ganador de los premios Mazatlán de Literatura y de Narrativa Colima.

Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué recopilar los ensayos aquí reunidos y publicarlos en este libro?

Enrique Serna (ES): Porque el periodismo literario aspira a perdurar en la mente del lector, pero es muy difícil desenterrar crónicas y artículos de la hemeroteca. Entonces, precisamente para facilitar esa tarea mis editores y yo pensamos que podía ser interesante para algunas personas publicar este libro; eso ocurrió cuando yo estaba agrupando este material para hacer una selección de las mejores crónicas de lo que he publicado en los últimos 10 años en distintos medios. Me di cuenta que en muchos de ellos había ideas que iban evolucionando de un texto a otro, que las enfocaba con un ángulo distinto, y entonces decidí agruparlas temáticamente para que el lector percibiera esta línea de continuidad.

AR: Al principio del primero capítulo usted dedica algunos artículos al tema de los antros, del paso del antiguo cabaret burlesque a los table dance. Los últimos no le agradan mucho, pero ¿no también es un cambio cultural natural, como usted menciona que ocurre en la lengua, aunque también sea una degeneración?

ES: Desde luego que es un cambio, pero los cambios se pueden hacer hacia delante o hacia atrás, y yo creo que esto es un retroceso en el sentido de que se ha deshumanizado el ambiente; el consumidor de esos antros sale desplumado la mayoría de las veces, y creo que también el trato hacia las chavas es bastante inhumano. Los tugurios de antaño permitían un trato más cercano, más conversación, se podían hacer amistades, y eso lo extraño mucho. Yo creo que además ese tipo de amistades propició, por ejemplo, el surgimiento del bolero en los años treinta y cuarenta. Pensemos, por ejemplo, en Agustín Lara, quien se enamoraba mucho de las prostitutas de los antros donde él tocaba.

Entonces, creo que toda esa tradición es la que yo veo que se ha perdido, lo que realmente me duele; siento nostalgia por eso.

AR: ¿Tendría algún sentido intentar revivir hoy estos espectáculos, el cabaret burlesque?

ES: Sí lo tendría, pero no sé si se pudiera realmente, pues generalmente la mayoría de la clientela de estos antros es de jóvenes. Los que ya pasamos de los 40 nos vamos retirando un poco de la vida nocturna generalmente por motivos de salud, y los jóvenes, que no conocieron nunca esto, tienen otros gustos, entre ellos los musicales (como el reggaetón y horrores parecidos), y además seguramente sienten que los tratan bien en los tugurios actuales, allá ellos.

AR: Otra parte del libro recoge un conjunto de impresiones acerca de la evolución de la sexualidad: la belleza andrógina, la feliz vida en separación de las parejas o la “virginidad relativa”. ¿Cuáles son los principales cambios que encuentra en materia de sexualidad en el periodo en que escribió los artículos?

ES: Bueno, es un periodo de liberalización de las costumbres, que va acompañada, paradójicamente, de una etapa de terror por el SIDA. Éste me tiene realmente muy inquieto últimamente, porque acabo de ver un video en Internet que está circulando mucho, que se llama El mito del SIDA, en el que varios premios Nobel y científicos importantes sostienen que el virus del Sida es una invención, que no existe, que nadie ha logrado aislarlo, que no está comprobada científicamente su existencia, que la prueba del VIH no sirve absolutamente para nada (de hecho, ya en países como Inglaterra no la hacen), y que el tratamiento de los seropositivos sólo contribuye a destruir más su salud. Realmente creo que es algo que debería ventilarse muchísimo más en la opinión pública porque, de acuerdo a la opinión de todos estos científicos, es probable que todo esto haya sido una campaña para beneficiar a las grandes compañías que han patentado las pruebas del VIH, y sobre todo para una ofensiva represiva tremenda, que es la que hemos tenido en los últimos cinco años.

AR: Algo que recorre el libro, que encontré en varios ensayos y especialmente en los últimos, es el de la condición del mexicano: oprimido y dominado, hace suyos el racismo y la discriminación que le son impuestos. ¿Esa condición cultural se puede revertir?

ES: Sí, eso tiene que ver con una opresión histórica. Finalmente hay un trauma y unas heridas que no hemos podido cicatrizar porque creo que las condiciones de marginación y de exclusión permanecen. No puede haber una recuperación de la autoestima mientras esto ocurra.

Yo no pretendo que el mexicano tenga un orgullo patriotero, de sentirse superior a los demás; de hecho, creo que este orgullo enmascara un complejo de inferioridad (y esto no sólo lo he dicho yo, sino mucha gente). Pero lo que quisiera es que los mexicanos no nos sintiéramos inferiores ni superiores a nadie, sino que realmente nos sintiéramos iguales a cualquiera, porque creo que eso es lo que puede contrarrestar esta cultura del autodesprecio, que, por otra parte, le sirve a mucho a las mafias que controlan el poder político y económico en México.

AR: Usted hace en el capítulo “Poderdumbre” una crítica cultural muy severa, la que también alcanza a la misma sociedad en el artículo “Sociolatría”, y hay algún otro donde se muestra decepcionado de que la ciudadanía no haya dado el salto a la mayoría de edad en 2000. ¿Cuáles son los aspectos más críticos que encuentra usted en la sociedad mexicana en términos culturales?, ¿la democratización del país cambió en algo la cultura?

ES: Creo que justamente a partir de la transición a la democracia en 2000 -que muchos creímos que iba a traer un cambio mucho más sustancial en la vida política y social de México- hemos descubierto que un cambio de partido en el poder realmente no significa gran cosa. Pienso que se ha significado, sobre todo, porque ni el gobierno de Fox ni este gobierno se han atrevido a -ni han querido- desmantelar las estructuras corporativas del viejo régimen.

Pero además hay algo peor, y que es algo que ya estamos viendo en todos los campos de la vida social: el priismo no es solamente la ideología de un partido, sino que es una cultura de la cual está impregnada toda la sociedad mexicana: la cultura de la tranza, de que las cosas se tienen que conseguir a través de influencias, de la ilegalidad, que no priva el Estado de derecho en México, de los privilegios de algunas corporaciones sindicales, empresariales, etcétera.

Entonces, esta es una cultura que se ha extendido a los demás partidos; o sea, hay priismo en el PRD, hay priismo panista, de manera que nos estamos enfrentando a un problema que está metido dentro de la propia sociedad. Es un problema educativo y un problema cultural.

Superarlos es la principal campaña que debe enfrentar la sociedad en un proceso de autoregeneración; por supuesto, tiene que empezar por ser mucho más exigente en la rendición de cuentas con los gobernantes, y tratar de construir partidos que verdaderamente representen nuestros intereses y no busquen el poder por el poder, como ocurre actualmente.

AR: En ese proceso de cambio político y cultural, ¿qué papel puede desempeñar la literatura?

ES: La literatura puede despertar inquietudes e inconformidades en algunos individuos. Realmente no creo que pueda provocar un cambio social; pero, al despertar inconformidades, contribuye un poco a que probablemente esos individuos empiecen a movilizarse, a exigir sus derechos, y en ese sentido a lo mejor puede colaborar un poco, pero a largo plazo, no son cambios que se perciban de la noche a la mañana.

AR: Hay un artículo que se llama “La tesis introvertida”, en el que se señala que los trabajos académicos de grado en literatura están más preocupados en metodologías y parámetros que en realidad producir algo de calidad. En ese sentido, ¿cuál es el papel de la academia en la formación de literatos?, ¿qué literatos nos está dando la academia?

ES: Bueno, a pesar de que el mundo académico es una meritocracia en donde generalmente los más pacientes y los más macheteros llegan a terminar sus doctorados, siempre ha habido gente valiosa y creativa en la academia. A mi me tocó verlo cuando era estudiante de Letras; tuve maestros espléndidos que al mismo tiempo eran bueno escritores y ensayistas, como Ernesto Mejía Sánchez, Gonzalo Celorio, César Rodríguez Chicharro y José Pascual Buxó.

Pero también es cierto, desgraciadamente, que el mundo académico es un mundo que tolera y solapa mucho la mediocridad, y una manera de solaparla es darle tanta importancia a la metodología, en lugar de fijarse más en las aportaciones y en las ideas.

Creo que esto no es algo nada más del medio académico nacional. En otro de los artículos de este libro hablo de los estudios de género en las universidades de Estados Unidos y de Europa, los que obviamente también creo que son una gran fábrica de chatarra, porque parten de ideas preconcebidas que tratan de convertir el mérito cívico en un mérito académico, y creo que esto es una prevaricación.

AR: En varios de los artículos también hay una crítica a ciertas actitudes y conductas que podemos pasar por transgresoras, como lo son los swingers, el satanismo, las perforaciones del cuerpo. Pero, ¿cuál es la veta conservadora que finalmente está detrás de estas conductas “transgresoras”?

ES: Creo que es algo curioso de ver: cómo, a veces, la gente que quiere liberarse, subvertir el orden, acaba cayendo en algo más represivo, o se acaba convirtiendo y siguiendo el juego moral que pretendía impugnar.

Esto pasa mucho en el campo de la subversión, de las transgresiones con las drogas, por ejemplo. Hablo mucho de la gente que, al llegar a un punto de su dependencia, empieza a ver su adicción como una penitencia más que como un placer, y a partir de allí esto se convierte en un autoflagelo parecido al que practicaban los santos.

Esto es algo que tiene que ver en parte con mi propia experiencia personal, y también con las experiencias literarias que he tratado de mezclar en este tipo de artículos.

AR: Me llamó la atención lo que anota sobre el autoritarismo que destila el feminismo. ¿Cómo se manifiesta en causas supuestamente progresistas dicho autoritarismo?

ES: La tiene, sin duda alguna, solamente hay que ver lo que han hecho en el ámbito de la Academia: se han apoderado de muchos departamentos, de muchas universidades. Creo que esto es un principio de corrupción dentro de su movimiento. Pero eso no quiere decir que yo sea realmente antifeminista; prefiero mil veces a una mujer inteligente, que trabaja, que una ama de casa sumisa y empalagosa.

Entonces, en ese sentido yo me siento feminista. La crítica que estoy haciendo es a ciertas aberraciones, ciertas desviaciones del feminismo, que creo que redundan en su propio perjuicio.

AR: Usted también hace una reivindicación del dolor, de la pena, de los excesos para los procesos creativos. ¿Cuál es el papel de ello en la literatura?

ES: También comento en otra sección del libro, que se llama “Transgresiones de oficio”, que yo realmente no creo en el mito del artista bohemio. Creo, por supuesto, que la vida hay que disfrutarla –he tenido épocas de ser un parrandero bastante fuertes-, pero para hacer literatura hay que tener la mente lúcida. Entonces, esa idea que pasa mucho en los medios de la contracultura, de creer que el simple hecho de asumir una posición transgresora tiene un valor estético, creo que es falsa. Lo vemos a cada rato; cito ejemplos como el grupo Molotov, que hacen una canción donde dicen “Puto, puto, puto…”, y eso lo tratan de vender como una innovación interesante.

Yo creo que hay que tener dentro de la contracultura la misma autocrítica que se pone a sí misma la alta cultura.

AR: En esa dirección, ¿qué valor le otorga usted a la contracultura en el panorama cultural del país? En el libro hay algunos señalamientos.

ES: Creo que ha tenido el valor de remover las aguas estancadas, de poner en tela de juicio las distancias entre la cultura popular y la alta cultura. En México ha sido muy nefasto que haya este abismo que en otros países de Latinoamérica, como Brasil, se ha borrado: algunos de los mejores poetas brasileños han sido compositores de música popular, como Vinicius de Moraes, Caetano Veloso o Chico Buarque. Eso es algo que beneficia mucho a la canción.

En México no pasa eso; yo creo que le haría mucha más falta que hubiera buenos novelistas que fueran pianistas, buenos poetas que fueran compositores de música popular, etcétera, que se dieran más esos vasos comunicantes. Y eso es algo que ha propuesto en México, sobre todo, la contracultura, porque la alta cultura se pone de mamona y de establishment cultural que no quiere mezclarse nunca con el pueblo; esto lo tenemos por haber tenido esta cultura de élite, de cenáculo, que auspiciaron mucho intelectuales que tuvieron una conciencia de liderazgo cultural y de vivir en minoría.

Entonces, en ese sentido la contracultura sí ha aportado cosas muy interesantes, por ejemplo en la narrativa, como en la novela de José Agustín; varias de sus obras abrieron una enorme avenida para todos los escritores que vinimos después. Basta comparar eso con la forma en que escribían los escritores de la generación de la llamada Casa del Lago, a quienes les daba como pena decir que salieron a la calle de Insurgentes, o que tomaron un taxi en avenida Obregón. Como que tenían el temor de que iban a parecer provincianos si hacían un retrato fiel de su circunstancia, y esto creo que era una situación muy absurda.

Con esto rompió –creo que muy acertadamente- José Agustín, quien además liberalizó el uso del lenguaje coloquial. Pero también he notado, por ejemplo, que el público lector mexicano es mayoritariamente muy conservador: la novela histórica es un género mucho más leído que cualquier otra novela. Yo comparo, por ejemplo, entre mis novelas El seductor de la patria y Fruta verde; la primera es una novela histórica que mucha gente va a leer porque siente que al mismo tiempo se está educando, mientras que la otra es una novela intimista que aborda el tema de la homosexualidad, y de la que yo sabía desde el momento de publicarla que iba a tener muchos menos lectores.

Pero creo que hay que insistir en esos temas, aunque uno quede confinado en público minoritario, porque son los que le pueden abrir ventanas a la gente.

AR: Por otro lado, ¿qué excesos encuentra en la contracultura?

ES: El de ser demasiado indulgente consigo misma, y el caer en la ramplonería.

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