miércoles, 25 de marzo de 2009

El asesinato como incentivo turístico


Por MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO | © BABELIA

Fuente: mediaIsla, Boletín 1117

Prácticamente desde la fundación del género por Edgar Allan Poe (si les interesa el autor no se pierdan, por cierto, Poe, una vida truncada, de Peter Ackroyd, en Edhasa), muchas novelas policiacas han hecho gala de una especie de agenda oculta en la que el crimen y su resolución constituían con frecuencia el pretexto para desplegar ante el lector un subtexto más o menos explícito. Tanto los investigadores cínicamente machotes de la ficción negra (los sabuesos hard-boiled de Hammett, Chandler, Cain y compañía) como las apacibles damas posvictorianas, dobladas en genios de la deducción en los whodunits de Christie o Sayers, han vehiculado, con desigual prolijidad, esos otros temas o motivos. A menudo, el comentario social o político se ha deslizado entre crimen y crimen para denunciar la injusticia: los años finales del siglo XX fueron pródigos, por ejemplo, en una novela policiaca de raigambre feminista que aprovechaba las convenciones del género para denunciar la discriminación de la mujer. Y a partir de los noventa se han hecho habituales las intrigas noir poscoloniales. Pero, además, el género propicia otros deslizamientos. Hace unos años casi no se publicaba una novela policiaca en la que no apareciera una receta de cocina o se cantaran las excelencias de deliciosos platillos cuya descripción provocaba la frenética actividad de las glándulas salivares del lector. La última invasión de novelas de misterio -que viene a sustituir como paradigma comercial de la narratividad a la hasta ayer omnipresente novela histórica- ofrece muy generalizado un elemento presente desde antiguo: el turismo. Las librerías especializadas en viajes se han dado cuenta del filón, y al lado de mapas y guías exponen ficciones policiacas que intentan transmitir tanto halagador cosmopolitismo como el "color local" de escenarios más o menos exóticos. A Manhattan o San Francisco, a París o Barcelona, a Venecia o Berlín se suman ahora como teatros del género lugares tan "atípicos" como Botsuana, Palestina, Laos, China o Turquía. Estoy seguro de que la actual exuberancia de la novela policiaca escandinava -una invasión dentro de la invasión- va a hacer más por el turismo norteño que los consabidos pósters de arcádicos fiordos o torrenciales géiseres. Por cierto, dos de las narraciones policiacas con que me he entretenido últimamente, la (estupenda) del islandés Arnaldur Indridason (La mujer de verde, RBA) y la (distraída) de la sueca Mari Jungstedt (Nadie lo ha visto, Maeva), incluyen respectivamente mapas de Reikiavik y de la "idílica" isla de Gotland. Para que no nos perdamos.

Cementerios


Transcribo: "La tragedia española es un pudridero. Todos los errores por los que Europa está muriendo y que trata de vomitar con horribles convulsiones han ido a pudrirse allí". Estamos en 1938 y la frase pertenece a Los grandes cementerios bajo la luna (Lumen), el extenso panfleto literario de Georges Bernanos que tanto contribuyó a que buena parte de los católicos franceses que apoyaron inicialmente la rebelión franquista fueran modificando su opinión. Bernanos, antiguo militante de Action Française, maurrasiano, monárquico y nacionalista, ya hacía tiempo que había establecido distancias con los aspectos más ultramontanos de su ideología. Su Diario de un cura rural (1936) marcaba el sentido de su nuevo rumbo, de su desasosegada búsqueda de una religión menos dependiente del poder. Pero la extraordinaria brutalidad y crueldad de la represión llevada a cabo por los franquistas en Mallorca -donde el escritor francés residía con su familia- le abrió definitivamente los ojos acerca de esa obscena alianza constantinista de religión y nacionalismo que significó la Cruzada y que, reactivada tras la victoria de 1939, presidiría (sin fisuras durante al menos tres interminables décadas) los destinos de la maltrecha España. Escrito en caliente, como manda la preceptiva del género desde que Séneca compusiera su Apocoloquintosis ("calabazificación") contra la divinización del emperador Claudio, Bernanos se apoya en la gran tradición francesa del panfleto, desde los que proliferaron en el Siglo de las Luces y en la Revolución -de Voltaire a los pasquines hebertistas, pasando por Sieyès- al J'accuse de Zola. Bernanos denuncia el escándalo de la terrible represión franquista y de sus complicidades religiosas (encargadas de suministrar buena conciencia para el odio de clase) utilizando todos los instrumentos retóricos de la invectiva literaria: desde la deixis -es decir, señalar con énfasis lo que el mundo tenía delante de las narices- hasta la ironía, el sarcasmo y la exageración. Libro muy de circunstancias -con la situación en Francia y en Europa como telón de fondo-, Los grandes cementerios bajo la luna ha superado su previsible vigencia temporal, elevándose sobre su propia condición propagandística. Leído ahora, en el año en que se conmemoran (por cierto, ¿quiénes y cómo lo harán?) los setenta años de la victoria/derrota, todavía conserva -además de ideas- fuerza, pasión, vergüenza y rabiosa sed de justicia.

Depre


Si no la ha padecido, no lo lamente, aunque en ese caso es difícil que pueda hacerse una idea de su poder devastador. La depresión profunda -ese "sol negro" de Julia Kristeva- es, como la experiencia psicoanalítica, casi inefable. Culturalmente es un motivo antiguo: en sus (atribuidos) Problemata, Aristóteles se preguntaba la razón de que tantos hombres excepcionales la hubieran experimentado. Aquella bilis negra (khôle mêlas) que está en el origen etimológico de la antigua "melancolía" y que se transforma en el medievo en la acedía -pecado nefasto que afectaba a los anacoretas- es tratada como depresión a partir del furor medicalizador del siglo XIX. Quizás nadie la haya expresado plásticamente de modo tan fascinante y enigmático como Durero en su célebre grabado Melencolia I (1514). Y algunos han querido rastrearla hasta en la sartreana angustia de contingencia de Antoine Roquentin (La náusea). Un gran novelista norteamericano, William Styron (1925-2006), nos dejó la crónica helada de su propia depresión: Esa visible oscuridad, publicada en 1991 por Grijalbo Mondadori, no estaba disponible en librerías desde hacía tiempo. Ahora regresa, bajo el sello La Otra Orilla (Grupo Norma) y en nueva traducción del escritor Horacio Vázquez-Rial (del que también se incluye un sincero epílogo autobiográfico), la que quizás sea una de las mejores aproximaciones literarias a esa enfermedad que se aposenta callada e insidiosamente en el espíritu, amordazándolo. Cuando Styron comenzó a salir de la suya le aliviaba escuchar la Rapsodia para contralto de Brahms. Él fue quien me descubrió los poderes balsámicos de esa música: por eso la escucho (la prefiero interpretada por la inolvidable Kathleen Ferrier) cuando naufrago en efluvios saturnianos o el Weltschmerz (dolor del mundo) se me pone insoportable.
[fontanamoncada]~

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