martes, 24 de marzo de 2009

No Estoy Arrepentido


Este relato recrea un crimen que se cometió en un pueblito de República Dominicana. Un hombre descubrió que un amigo suyo acosaba a su esposa...

Por: Daniel Martich Lorenzo (EPD).

Cortesía de Orlando Alcántara Fernández (Orly)

En Cambita El Cruce nadie se atrevió a imaginar a Samuel Infante desenvainar un puñal y clavárselo a Biterbo Inmundo hasta perforarle el corazón. Un día después había pelea de gallos; pero el Juez ordenó suspenderla como último homenaje a la memoria del difunto. Con su Rámbler Negro, Biterbo deslumbraba a las mujeres que lo observaban con esmero todas las tardes cuando se desplazaba por las calles polvorientas del pueblo. Ese vehículo se lo había comprado su padre para que abandonara la idea de irse a Nueva York. En aquel instante estaba ahí, en ese bar que siempre frecuentó, traspasado por dos puñaladas mortales ante la mirada inusitada de todos. Nadie pudo evitar la muerte de Biterbo. Sólo hubo tiempo para recoger parte de las vísceras que las dos estocadas le habían hecho salir de su cuerpo.

Biterbo había convertido su vida en un lujo. Rondaba todas las noches por las calles desenfrenadas del pueblo y era todo un espectáculo. Trabajaba por el día y gozaba por las noches. En aquel instante estaba ahí, tendido. Una puñalada mortal en el tórax y otra que le perforó las vísceras habían terminado con una vida libertina. Casi cuatro décadas después, la mayoría de la gente que presenció el crimen recuerda las veces que le advirtieron a la víctima que Samuel Infante había dicho que iba matarlo.

-El error de Biterbo fue –dice Roosevelt- que él nunca tomó en serio las amenazas de Samuel.

El día del crimen, Biterbo y Joaquín habían programado una salida para la playa; pero por un acontecimiento inesperado decidieron posponerlo para la semana siguiente.

-A Biterbo se le presentó un viaje para la capital; pero decidió que Nando el chofer lo llevara a cabo- recordó Pedrito el Zapatero con la voz estropajosa.

Al otro día los habitantes del pueblo no salían del estupor y el asombro.

-Fue una muerte que Biterbo se había ganado– dijo Nano.

-Es que ese hombre, a pesar de que era muy servicial, era demasiado mujeriego-.

Aunque, a decir verdad, nadie imaginó a Samuel portando un puñal de once pulgadas y de dos filos, para un día enterrárselo a Biterbo. Todos hablaban con indignación del crimen; pero nadie conoce a ciencia cierta las motivaciones del hecho.

-Fue por un asunto de orgullo– comentó Marcelino a su mujer cuando la anciana, que hacía alardes de practicar brujería, comentó de manera eufórica el suceso.

Aunque los comentarios no se centraban en que Biterbo había sido degollado como un cerdo en el Bar de Cachomba, en lo que más sí se regodeaba la gente con asombro era la realidad de que el autor del hecho era el mismo Samuel Infante: Un ser calmado, tímido, que no le gustaba hablar mucho, que nadie le conocía espíritu de contención, ni carácter para acciones de esa naturaleza. Es decir, “era un hombre que no salía de sus carriles”.

La muerte de Biterbo a manos de Samuel fue un acto que muchos nunca llegaron a sospechar que sucedería a pesar de que en el pueblo todos tenían conocimiento de los abusos que constantemente cometía Biterbo en contra del ahora victimario.

Ese día el Bar de Cachomba tenía pocos parroquianos. La vellonera no dejaba de sonar: Un disco de Felipe Pirela o un bolero de Gilberto Monroe no faltaba. Era viernes. Un día de plaza. En esta zona cafetalera se percibía el dinero en los rostros de los compueblanos.

La muerte de Biterbo provocó una parálisis que aturdió a todo el mundo. Los días de fiesta la gente comenzaba a integrarse a la bebida después que salían los números de la lotería. Los novios visitaban en guayabera a sus novias. El Bar de Cachomba era el único lugar de diversión. Quien primero se sentó en la mesa fue Samuel, después de haber proclamado que ese día iba a terminar con la vida de Biterbo.

Una hora y treinta minutos después, llegó Biterbo y entró con pasos serenos. Encontró a Samuel Infante “tomándose un pote a medio talle”. Biterbo se dirigió a él de manera burlona y le abrazó. Samuel le pidió que le acompañara y llamó a Fátima, la mulata que había llegado de la capital y trabajaba en el bar. Le pidió que acomodara a Biterbo. En ese momento Samuel consideró que había llegado la hora para “ajustar cuentas”.

De repente, un montón de pensamientos cruzó por su cabeza. No olvidaba todavía las humillaciones que en diferentes oportunidades Biterbo le había hecho. Tenía fresco en la memoria el día que Biterbo le dio un pescozón al desplazarse Samuel con su mujer por la calle siete. En esa oportunidad trató de defenderse; pero un comerciante impidió que cayera una lluvia de piedras sobre el carro negro que conducía Biterbo. No olvidaba las escenas producidas durante una fiesta en el paraje de El Majagual. Recordaban permanentemente las escenas que en actitud seductora montaba Biterbo frente a la compañera de Samuel. En todo Cambita nadie le conocía actitudes infieles de parte de la mujer de Samuel.

En fin, él se consideraba una víctima. Esa manera tan atrevida de Biterbo comportarse fue llevando a Samuel Infante a un estado de desesperación y extrema angustia. En varias ocasiones llegó a exponer a varios amigos su situación; pero nadie pudo convencer a Biterbo de que estaba actuando mal.

El verdugo de Samuel era tenido en el pueblo como un mujeriego. Hombre de vida andariega y laberíntica, que gustaba enamorarse de mujeres ajenas. Pero, al mismo tiempo Biterbo era servicial, tenía el privilegio de ser el único varón en toda la comarca de disponer de un carro. Además se la daba de ser una persona que estaba “pegao” con el Gobierno. Era amigo de generales y políticos de turno en el poder. Se iba todos los días por la mañana a cargar pasajeros a la Capital y cuando regresaba en la tarde gastaba todo lo que se ganaba en bebida.

Frecuentaba lugares de vida licenciosa de manera asidua. Era, eso sí, un hombre de mucha suerte. Había días que no tenía un solo centavo y como por arte de magia llegaba un viaje para algún punto de la Capital que solo él conocía y ahí recuperaba todo lo que se había bebido en aguardiente la noche anterior.

En muchas ocasiones fue contratado para ir a lugares como Baní, Azua y otras ciudades y eso le reportaba mucho dinero. Es decir, como era el único que sabía viajar, siempre disponía de recursos. Todo el que planificaba una salida tenía que valerse de sus servicios. Además portaba un revólver que no dejaba en ninguna parte. Esas cualidades, unidas a su fuerte contextura física, lo hacían parecer una persona invulnerable. Era lo que en nuestras tierras llamamos “un pato macho”.

Muchos fueron los hogares que Biterbo hizo fracasar con su vida desenfrenada. En incontables oportunidades llegó a mofarse de las condiciones miserables de Samuel y de la contrastante hermosura de su mujer.

-Es que tú no tienes condiciones para mantener a esa hembra; es más, te la voy a quitar– dijo Biterbo un día a Samuel en evidente estado de embriaguez.

Esas palabras Samuel Infante las tomó como un desafío. Biterbo era un hombre de muchas noches sobre sus hombros. Había acumulado innumerables peleas y todas las había ganado. Ningún ser humano por esos caminos se atrevía a enfrentarse a él. Como tenía una apariencia aceptable y manejaba el peso, además de disponer de un vehículo, muchas mujeres deseaban ser cortejeadas por él. No había mujer a la que le tirara la vista que no llevara a la cama. Era tenido en toda la comunidad como “un macho de hombre” que no conocía el miedo. Por eso, en ese momento en que Samuel lo tenía frente a frente, consideró propicio arreglar las cuentas de una vez y por todas, para siempre. Se sentía aturdido. Las piernas le temblaban. En esa oportunidad no podía fallar. Samuel estaba consciente además de que si lograba quitar del medio a Biterbo –sin importar las consecuencias– la comunidad masculina se lo agradecería inmensamente. Súbitamente, Samuel fijó los ojos sobre el inicuo persecutor de su mujer. Esperaba a que tuviera el menor descuido. Entonces Biterbo fue al baño. Samuel esperó que su presa se asomara de nuevo. No perdió tiempo. Y en una fracción de segundo la sangre corrió a chorros desaforados y turbulentos en todo el recinto de aquel bar.

A Biterbo, un moreno tenido como el guapo del pueblo, curtido en las lides callejeras, no le dio tiempo a defenderse. Cayó al suelo y Samuel Infante emprendió la huida al cuartel de la policía. En el trayecto no permitió que nadie se le acercara.

Años después, Agustín Garabito, un amigo de Biterbo, confirmaría que efectivamente su enllave le había faltado el respeto a la mujer de Samuel. Mientras caminaba despacio; pero seguro con el arma en la mano derecha iba recordando los momentos amargos que le había hecho pasar Biterbo.

Parecía una fiera indomable cuando llegó al destacamento, entregó el cuchillo al oficial del día y sólo dijo:

-Vine a entregarme por haber matado a una persona y no estoy arrepentido.

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