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miércoles, 15 de abril de 2009
PARAISOS DEL CUERPO
POR VIRGILIO LOPEZ AZUÁN
XXVI
Ella puso toda la mirada en mi cuerpo lleno de inventos, de muchas madrugadas. Probó el sabor al ron, subido hasta la orilla, hasta la resina dejada por la llama. Hube de seguirla, cerrar mis puertas y marcharme. Corté las rosas blancas de la luz y di de comer a las palomas, los versos tristes nacidos en la madrugada. Entonces, ninguno puso nada, sólo la muerte supo del vacío, de los suicidios colectivos del poema erótico.
Nada como ella, la ausente, la de fuegos internos, la de volcanes y llamaradas, la de labios abiertos a todos los besos del planeta.
Su partida fue fugaz, fue un juego de palabras, alborotadas, escapadas del nostálgico invierno del olvido.
A veces todo se olvida, todo se vuelca en la pasión de unos labios carnosos, en las rosas palpitante de la lluvia.
Todo tu cuerpo está hecho para las batallas, para las guerras palpitantes del corazón ardiente.
A veces en tus senos se dibujan las fresas golosas del instinto y en un lamer infinito, somos las criaturas del fuego, escapadas del hielo, de los glaciales inmensos del invierno.
No podremos negar el grito de las sábanas, el vuelo de pies al momento del espasmo, de las lenguas retorcidas en un juego de culebras y vibraciones.
XXVII
¿Cómo entra la locura en las regiones del deseo? ¿Cómo se levantan tormentas insospechadas en los pechos prendidos? ¿Cómo escapar del tifón de tus labios, de las manzanas maduras del encanto?
Nadie se escapa al vórtice enamorado, al cristal sibilino del fondo. Entonces, todo se eleva, y en una obsesión de refugios se encuentra la ancestral melancolía olvidada para siempre. Adiós a la desgana, a las palabras vanas, al miedo de la distancia, a los ojos acusantes del sopor. Ya no éramos los seres perdidos en los confines, éramos dos malditos enamorados del verano, del cuerpo, del alma y los inventos. Éramos otros al borde de la luz, con los espejos de los charcos volando en nuestras pupilas. Después de todo, todos buscarán la sabia en sus manías, en el fondo de los recuerdos, en los laureles enquistados en la memoria. Y verán los incendios de la vida, del sexo en desafueros, en el grito de los dedos, en la petición de tus piernas, perdidas en el deseo, en la espuma rebosada. Nadie olvidará esos momentos, esos espacios hablados, en el lenguaje de las llamas, en los humos brotados del roce.
XXVIII
Todas las preguntas habrán sido contestadas. Jaque mate, al infierno. Aplauso a las manos, a las curvas golosas de tu cuerpo, a las estaciones donde posaron mis manos para ver el cruce de los trenes, las subidas y bajadas del goce, del juego de picachos rozando el cielo. Volveremos a pensar en la juventud trepada en las escaleras de la noche, en las camas de hierro y algodón.
Tomaremos las manos para tocar la incertidumbre desatada en los cuerpos, en la piel sedienta del suspiro. Mataremos la vejez y las hebras de plata traídas con todas sus manías. Entonces, saldrán de las sienes los laureles con sus hojas verdes a cantarte la canción del humo. Pensaremos en otros inventos, en abrir otros caminos en la piel. Tendremos los temblores venidos del llanto, de la profunda agonía de los besos.
Soy hombre; tú, mujer, y bajamos las escaleras para subir otros andamios, y amasamos el musgo, la cárcel de hierro levantada en el misterio de la noche.
Me gustan tus piernas cuando responden mis preguntas al roce de mis dedos. Me gusta tu quejido ululante cuando toco el ombligo terso de tu noche. Me gusta robarte el beso de tus labios mandarinos, por donde anduve buscando los fuegos quemantes de mi lengua.
Entonces, surge la pregunta, ¿Cómo dejar de pensarte, de lamer tu imagen cuando todo está prendido?
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