lunes, 13 de abril de 2009

Una moneda de tres caras


El pronombre nosotros ha sido la clave de una estafa histórica y por supuesto política.

Por Juan Carlos Mieses
| © mediaIsla, Boletín 1120

Era el último día del mes de marzo, hace tiempo. El sol, entrecortado en franjas paralelas por las celosías de aluminio, se colaba por los ventanales de la escuela primaria República Dominicana, en Villa Juana. La fresca brisa del norte prometía un impecable vuelo de chichiguas después de clase.

Recuerdo todavía la aguda voz de la maestra, un tanto trémula por una emoción apenas contenida. La maestra era alta, delgada y sus grandes ojos reflejaban la luz de aquella mañana de primavera mientras nos contaba la batalla del Santo Cerro.

En esta época de escepticismo y decepción algunos ponen en duda la ocurrencia de aquella batalla y otros, hasta la veracidad de una intervención divina tan partidaria, pero lo que pocos cuestionamos es la común acepción de un "nosotros" que nos define, en conjunto, como los descendientes de aquellos colonizadores que al amparo de una sacrosanta superioridad civilizadora vinieron… a lo que sea que hayan venido, y que toma como única referencia para la evocación a quienes llegaron del reino de España en las cubiertas y en los puentes superiores de sus grandes embarcaciones que dominaban los vientos y las corrientes marinas.

Sin duda el pronombre nosotros ha sido la clave de una estafa histórica y por supuesto política. Sus definiciones incompletas se han desplazado como un perverso péndulo de Foucault en el cuadrante histórico del país y han variado en el tiempo al azar de las necesidades de los grupos de poder o según la época que sirva de referencia. Algunos, tentados por la búsqueda de pasados ilustres, remontan ese hilo temporal a la época de las pirámides, a las plazoletas atenienses, a los portales entreabiertos por Dios en el Mar Rojo y a las ordenaciones de la Roma imperial, lo que a sus ojos los convierte en los herederos de una milenaria civilización basada según Pero Grullo: "en la búsqueda de la verdad, la salvación del alma inmortal, la dignidad humana y la justicia social".

No pocos, basados en esa concepción, pretenden compartir una mayor comunidad de valores con cualquier ciudadano de Ginebra o de Dusseldorf que con un inmigrante recién llegado de Jacmel. La idea podrá parecer atractiva, pero no por eso deja de ser falsa y hasta vergonzosa.

La Historia tiene atajos que la vanidad desconoce.

Por mi parte, confieso que en un mundo que avanza bordeando insondables abismos, donde el caos y el azar han estado siempre presentes en el desarrollo de nuestra evolución, donde la explotación, el crimen o el abuso han ido tantas veces de la mano con la creación de riquezas, ese concepto me luce demasiado pretencioso, demasiado limitado para ser verdadero.

Otros, atraídos quizá por la romántica visión de un pasado con festones nostálgicos o deslumbrados por la época, un tanto legendaria, en que los hombres y las mujeres andaban desnudos en esta isla como en el Edén, y como en el Edén no conocían el pecado, alimentan en sus corazones la imagen de un "nosotros" taino caribeño. Esa noción tiene como contrapartida la conversión de sus partidarios en víctimas.

El aporte étnico y cultural de los africanos es hoy reconocido por todos, pero el tema guarda todavía cierto carácter resbaladizo con tintes folklóricos que desvía inevitablemente la discusión hacia las tamboras, el ritmo apambichado de las caderas o las características calipígicas de algunas mujeres y deja de lado los aspectos más dramáticos. Se han erigido estatuas que representan esas concepciones. Señalemos tres de entre ellas.

Una, la de un digno taino que lanza en mano mira fieramente hacia el horizonte como si esperara inamovible, en una actitud que mueve a la admiración, la llegada del invasor extranjero.

Otra, la del sencillo inmigrante hispano vestido humildemente como si quisiera demostrar que la verdadera riqueza es interior y que mira plácidamente, no hacia el mar por donde ha llegado, sino hacia las montañas, hacia la tierra que hará suya.

Una tercera, en honor al africano Lemba y que representa más al rebelde cimarrón que a los pasivos esclavos cuyos genes hemos heredado, en menor o mayor grado, la mayoría de nosotros; me refiero a ese otro inmigrante involuntario, el otro ancestro; ese colonizador forzado; esa máquina de carne, huesos y sangre sobre cuyas espaldas se erigieron imperios y se crearon fortunas en la vieja Europa y en la nueva América; esa cosa utilitaria, usada y abusada hasta la muerte que algunos quisieran olvidar; ese ente históricamente humillado que no tenemos derecho a declarar obsoleto, inexiste o transparente por obra y gracia de un concepto cultural dominante o excluyente.

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