Por Ángel Castaño Guzmán
Fuente: poetasdelmundo.com
COLOMBIA: En las tradiciones orientales se cuenta que el padre de Siddhartha ocultó de la inquieta mirada de su hijo aquellas cosas que rasgan los predecibles velos de la ingenuidad y muestran lo transitorias que las empresas humanas son. En el tercer capítulo del Eclesiastés, con sucesión de antónimas situaciones, Salomón teje fúnebre lamento por la fugacidad de la vida. La empresa humana está signada por la contradicción: somos suspiro entre abismos, como recuerda Borges, pero a la vez tratamos de alcanzar la eternidad con limitadas herramientas. La enfermedad, la vejez y la muerte son, en efecto, indiscutible prueba de la finitud de nuestra civilización, magnificada por el metódico discurso de la publicidad. Las arengas oficiales, amplificadas hasta el cansancio por los grandes medios de comunicación, no dejan instante sin proclamar que los actuales ciudadanos vivimos en el mejor de los mundos posibles. De la mano del saber y de las omnipresentes ciencias aplicadas, las limitaciones del hombre son postales de un remoto pasado, vagas anécdotas en libros de historia. Se abre horizonte esperanzador frente a nuestras ávidas pupilas, y todo gracias a la religión de la postmodernidad: la tecnología.
Por eso, para el buen funcionamiento del conjunto social, la ironía, el disenso y la irreverencia están fuera de los manuales de buen comportamiento. Mirada por la familia humana con abierta hostilidad, la inteligencia, arrinconada en desolados pasillos del centro penitenciario, es adjetivada con sevicia.
Publicada en 1967, La Broma es sarcástico dicterio contra la URSS y el imperialismo en general. En sus prolijas páginas, una vez más, la naturaleza subversiva de la novela queda a la vista. De la mano de Kundera, el lector asiste atónito al baile de imposturas, donde la dignidad humana es un bien consumible. Esta idea recorre de principio a fin, como columna vertebral, la narración. La novela intenta descubrir los perversos engranajes del régimen que pretende encarnar la absoluta verdad. Tras cerrar el libro amargo gesto se dibuja en el rostro del lector: el humor está fuera de los sagrados decálogos de los sistemas totalitarios y riñe con las ínfulas mesiánicas de los gobiernos modernos. Un chiste político, hecho sin otra intención que conmocionar a una chiquilla, desencadena feroz reacción de las directivas del partido comunista checoslovaco y corta de tajo el promisorio futuro de un joven. Escéptico, Kundera ve con cautela las efusivas manifestaciones políticas de los nacionalismos europeos reconstruidos después de la barbarie nazi. Como decenios antes Orwell lo había denunciado, la invasión en 1968 de las fuerzas armadas soviéticas a Praga reveló el déspota rostro del estalinismo. En la actualidad, cuando el triunfante capitalismo se declara a si mismo panacea de los anhelos humanos y la globalización, dirigida desde las metrópolis culturales, es un hecho que se comprueba hasta el hartazgo en los más mínimos detalles cotidianos, la calamidad no se esconde en gélidas mazmorras siberianas si no en luminosas fachadas de centros comerciales. El ethos capitalista es, en palabras del siempre agudo Leonardo Boff, la mayor amenaza a la supervivencia de la humanidad en las calendas que corren. El consumo indiscriminado, en apariencia inofensivo acto ritual, se convirtió hace mucho en motor de la voraz explotación de los recursos naturales y en raíz de la opresión de miles de individuos del tercer mundo. Con polifónico canto de sirenas, el mercantilismo inventa mil formas de brindar consuelo a los consumidores por las tormentosas imágenes de hambre y guerra que siembra a su paso. La publicidad encuentra su mejor campo de maniobra en la elaboración de mensajes que intervienen la realidad con los cosméticos de la ignorancia. Los estudios de mercado, puntuales radiografías de la psique colectiva, son novísimo rostro del panóptico del poder. La convulsa y en algunos casos incontrolable marea de información que está disponible en la Internet, permite que, sin asomo de rubor, las sinuosas medidas de las modelos de Soho soslayen la crueldad de las fotos de Abu Ghraib. Con simple movimiento en el control del televisor se avizoran por igual el salvajismo de Guantánamo y la irreflexiva celebración de Las Vegas. El verso de una canción resume la encrucijada de un plumazo: “Nadie vio a los muertos de Irak en su pantalla/ ¿cuántos serán?/ ¿fuego artificial o bombas que estallan?/ se ven igual”.
La actual crisis financiera, que amenaza con aguarle la fiesta a más de un devoto del libre mercado, es resultado de la rapacidad de un sistema amoral que hunde en la miseria más absoluta a cientos de miles de seres humanos. La industria de armas alcanza cifras de utilidades que trasponen los lindes de la hipérbole. La hambruna, según datos de la FAO, azota con inclemencia a comunidades periféricas.
Diagnóstico nada confortable, y lo peor es que en el panorama no se perciben presagios de cambio. Por mucho que se especule sobre las medidas del gobierno de Obama, ningún presidente, por poderosa que sea la nación que dirija, es capaz de alterar el rumbo de todo el planeta. No en vano los muros de la casa que hoy ocupa fueron levantados con la sangre de esclavos negros.
Muchos actos gubernamentales son presentados por los oficiantes de la información como esfuerzos por elevar el nivel de vida de las sociedades marginadas. Vistosos anzuelos lanzados a la marejada de la opinión pública para distraer la consciencia de los ciudadanos y dormir el criterio de los disidentes. Nunca antes en su agitada historia la humanidad padeció régimen tan opresivo y arbitrario como el actual. La tecnificación de hasta los más pequeños actos domésticos y la imposición de un imaginario de vida y éxito basado exclusivamente en la cantidad de dinero que se tenga en la cuenta del banco, es la esclavitud propia de la postmodernidad, donde cepo y grillete fueron sustituidos por los vacuos oropeles del mercadeo. La virtud se redujo al pasivo cumplimiento de preceptos de una ética deleznable. Belleza y consumo son caras de la moneda que marcó el triunfo de la frivolidad.
Cuando Siddhartha encaró la situación de nuestra naturaleza y dejó de lado los abismales prejuicios de su padre sobre el mundo, la ruptura con un pobre pasado cultural que amordazaba su consciencia se produjo. Escapó del confortable abrazo de la crisálida y se transformó en ligera mariposa búdica gracias a su decisión de asumir la realidad circundante y no esconderse en las tibias faldas del escapismo.
Es hora de atarse al mástil de la nave como lo hiciera el errante Ulises para no ceder ante las tentadoras baladas de las embusteras sirenas. Asumir el inquietante riesgo de pensar sin catecismos a la mano y corroer los basamentos del status quo es la única senda que el ciudadano responsable transita en los vertiginosos tiempos del absoluto reinado de la estética mediática y la nefasta administración de Uribe. Proponer una lectura social que tome en cuenta las vivencias de los marginados del establecimiento es el primer paso para revertir la cronología infame de Occidente. Nada más lejano al inane dios colgado en la cruz que la colérica embestida de Jesús contra los traficantes religiosos días antes de la fiesta pascual.
Versículo: la mentalidad industrial de los medios de información ve a las noticias como espejismos fugaces que se deslíen en páginas de viejos periódicos. Un acontecimiento de actualidad en fracción de segundo es lanzado a los agujeros de la amnesia colectiva. La opinión pública no tiene tiempo para la meditación. El éxito del gobierno de Álvaro Uribe se debe en gran medida a este hecho. Pasarán meses, si no es que años, y la simplista idea de que ésta es la mejor administración nacional de la historia republicana del país seguirá rigiendo a sus anchas el espíritu del pueblo colombiano. Ojala que al éste despertar de su letargo que lleva siete años, no sea demasiado tarde para corregir el rumbo. Esta administración pasará a la historia como una presidencia autoritaria que se escudó en la eliminación de la insurgencia para privatizar las instituciones públicas y hacer de los derechos elementales a la salud y educación burdas actividades con intención de lucro. El actual mandatario, con su particular estilo de administrar, será recordado como sistemático violador de los convenios políticos sin los cuales la democracia es impensable. Álvaro Uribe no aceptó notas discordantes en la sinfonía nacional. Dirigió el destino político de 44 millones de colombianos con la tira nía de un prepotente hacendado, dirán los ciudadanos del futuro.
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