Por Román Corral Sandoval
Fuente: poetasdelmundo.com
MEXICO: Al poniente de mi casa por la calle 30ª, cruzando la calle Justiniani se observaban tres vecindades, enfrente de la plaza pública de la Colonia Dale de la Ciudad de Chihuahua, donde tuve muchos amigos en mi infancia a finales de los años 50’s. Mis amigos y yo contábamos con ocho o nueve años de edad. Sabino era uno de mis amigos; estaba paralítico postrado por los estragos de la poliomielitis en una vieja silla de ruedas, desgastada y un poco destartalada; le faltaba lubricación, rechinaba algo fuerte. Sus llantas grandes giraban zigzagueando. Alguien por compasión o lástima se la había regalado. Las pequeñas ruedas delanteras mostraban demasiado desgaste mismo que fue incrementado por las calles sin pavimentar de esta colonia y porque lo paseábamos casi todas las tardes en los pasillos encementados de la plaza pública. Sabino era casi un adulto cuando lo conocí, mostraba una poca de barba y bigote ralo, pero sus extremidades inferiores se observaban delgadas, sin crecimiento, atrofiadas y en lo general su personalidad reflejaba un serio atraso mental, ahora pienso en lo más profundo de mis recuerdos que probablemente padecía además parálisis cerebral. Sabino vivía en la vecindad situada frente a la fábrica de muebles “Morales” enseguida de la tienda de Abraham y de Elvira. Quiero dedicarle al menos unas cuantas líneas a mi amigo de miradas expresivas con el que podía comunicarme a base de gestos y balbuceos. Sabino tenía un alma noble, pura e inocente. Por las tardes, después de nuestras labores escolares, cuando mis amigos y yo jugábamos en las polvorientas y pedregosas calles de la colonia, nos observaba desde una sombra y de repente balbuceaba o esbozaba sonrisas como queriendo intervenir en nuestros juegos de béisbol callejero de pelota de esponja o en los encuentros que teníamos con los juegos de canicas donde sobresalía la rayuela principalmente. De vez en cuando lo involucrábamos en nuestros juegos de béisbol de pelota de esponja. “Bateábamos” con el puño derecho y corríamos desde home a las dos bases improvisadas, la primera y la segunda, señaladas con piedras o esquinas de las calles. En esa época las calles de la Colonia Dale presentaban escaso tráfico de vehículos automotores. Era más común observar la circulación de los carros de mulas o de tracción animal cuyos conductores anunciaban a gritos la venta de frutas o verduras de temporada. Cuando a Sabino le “tocaba” batear uno de nosotros lo hacíamos por él y otro jugador emprendía la veloz carrera empujándolo abordo de su vieja y destartalada silla de ruedas. Llevo grabadas en mi mente las expresiones de su alegre rostro cuando observaba cómo mi amigo se sentía momentáneamente feliz cuando algo con sabor a triunfo se asomaba a su triste vida o lastimosa situación. En la ligera carrera con la silla de ruedas había que tener cuidado de no pisar piedras grandes para evitar que la delgada, desnutrida y esquelética humanidad de Sabino diera tremendos brincos o violentos tumbos. Nuestro amigo paralítico festejaba a su manera el poder “anotar” carrera. En una ocasión cuando jugábamos béisbol con pelota de esponja y que le “tocó” a Sabino “batear”, fui el jugador designado para empujar velozmente su silla de ruedas para poder anotar hit ya que su bateador sustituto había logrado lanzar muy lejos la pelota de esponja. Empecé a empujar velozmente rumbo a la primera base la silla de ruedas con Sabino abordo quien siempre tenía la cabeza ladeada. Sus brazos también delgados y atrofiados, no le permitían asirse a la silla de ruedas. En nuestra loca carrera por “alcanzar el triunfo”, por anotar carrera, antes de que nuestros contrincantes se posesionaran de la pelota, observaba cómo sus brazos muertos, sin fuerzas se convertían en hilachos que se movían a placer, como banderas que mueve el viento a placer. Era notoria su felicidad, aunque Sabino no podía reír, yo escuchaba sus fuertes balbuceos que salían de los más profundo de su ser. Nos sentíamos “estrellas” del béisbol en ese momento. Al abrir su boca para tratar de reír se le ladeaba la mandíbula inferior dando la impresión de que se le podía trabar, dejando escapar gran cantidad de saliva que humedecía su desgastada ropa. No podía quedar mal con mi amigo paralítico, quise ser partícipe de su “triunfo deportivo”. Tanto a él como a mí nos hacía falta una poca de gloria, la que quiero lograr con la publicación de este texto para honrar su memoria y la de tantos minusválidos abandonados por sus familias y por las dependencias oficiales de salud pública: en memoria de tantos “loquitos” vagabundos que deambulan por las calles y por los que han fallecido a causa de su pobreza extrema. Como escritor nunca he perseguido el reconocimiento oficial menos la fama o la fortuna: no son mis prioridades para poder crecer como verdadero ser humano. Mi verdadero éxito y auténtica gloria consistiría en que la gente pobre dejara de sufrir, o sea, que se desterrara para siempre la marginación social; las otras “glorias” y los otros “triunfos” en el campo literario no me interesan ya que no escribo para tales propósitos: siempre he deseado ser un libre pensador para poner entredicho la “sapiencia” de los poderosos; creo que un verdadero escritor redacta sin censuras o autocensuras. Sabino y yo no queríamos fanfarrias, ni medallas o reconocimientos; corríamos para anotar hit porque sentíamos que el mundo, aunque fuera en forma mínima nos pertenecía: Dios nos había dado la vida y nos había puesto en este planeta, parte mínima de su gran creación. Aunque mis amigos y yo en ocasiones andábamos descalzos teníamos piernas sanas y de verdad esa era una bendición. A nuestra corta edad aprendimos a valorar nuestros cuerpos, inclusive la salud en general, ya que veíamos en qué condiciones lamentables, físicas y mentales, se encontraba nuestro amigo paralítico, a pesar de que nuestras complexiones también eran delgadas y de que la vestimenta que portábamos eran camisetas desgastadas y pantalones de mezclilla que ya no admitían más parches o remiendos. Sabino y yo llegamos velozmente a la primera base. Quise de nuevo que mi amigo “anotara” una carrera como en algunos juegos anteriores. Permitíamos que así sucediera ya que su vida miserable de vez en cuando necesitaba un aliciente para soportar la postración en su silla de ruedas. Además Sabino no podía jugar directamente con su cuerpo, pero lo que sí aseguro es que jugaba con el corazón, como lo hacen notoriamente nuestros atletas paraolímpicos, haciendo a un lado la “estrellitis” de los atletas “normales” que casi nunca ganan medallas. La vida y el destino de plano no habían tenido misericordia con este ser humano. Volviendo a nuestra carrera, como dije, Sabino y yo ya habíamos pasado exitosamente la primera base, pero antes de llegar a la segunda, tropecé con una piedra semi-enterrada la cual me arrancó por completo la uña del dedo “gordo” del pie derecho cayendo mi humanidad estrepitosamente al suelo como un ave herida que antes surcaba orgullosa y libremente el firmamento. Parece que en este mundo y más en este país, la felicidad, el éxito o los grandes triunfos no están destinados para la gente pobre. La silla de ruedas con Sabino abordo quedó sin control y se volcó. Mis amigos no atinaban primeramente a quien auxiliar ya que mi pie ensangrentado los impresionó demasiado al igual que mis expresiones de dolor y fuertes llantos, pero por otro lado había que ayudar a Sabino quien también estaba en el suelo con el rostro lleno de tierra y demasiado asustado, con los ojos un poco desorbitados y de su boca salía abundante saliva y balbuceos al por mayor. En realidad todos estábamos asustados por este accidente. Me sentía culpable y aún me siento un poco a distancia de cincuenta años de este incidente. La verdad es que, a lo largo de mi vida, no he podido hacer gran cosa por la gente pobre, salvo escribir mis textos de crítica social y el no olvidar mi origen. Existen demasiados intereses que impiden que la gente pobre salga de su situación. No me perdono cómo pude agregar más sufrimiento a la vida de por sí desdichada de Sabino. La silla de ruedas quedó volcada y una de sus ruedas grandes siguió girando a gran velocidad. También la humanidad de Sabino yacía tirada a un lado de este vehículo. No obstante, su cuerpo demasiado delgado pesaba para nosotros que tuvimos que levantarlo en peso desde el suelo para acomodarlo en su silla de ruedas. Optamos por olvidar de momento mi uña levantada, arrancada, unida en forma mínima al dedo “gordo”. Levantamos en peso a Sabino quien por fortuna solamente se había asustado. Le sacudimos la tierra de su ropa y acordamos ir a la llave pública de agua potable de la plaza, distante a una cuadra del lugar de nuestro juego. Por fortuna no había “cola” de baldes, tinas y botes de los moradores de esta pobre colonia que se surtían del vital líquido frente a la llave pública. Esta colonia de la periferia de la Ciudad de Chihuahua siempre ha tenido sed de agua potable y de justicia social y Sabino era una muestra irrefutable de esta aseveración. A cincuenta años de distancia a este barrio se le sigue racionando el agua potable como si tuviéramos albercas como los ricos. Todos bebimos agua. En esta llave pública era donde bebíamos agua fresca por las mañanas a la hora del recreo mis compañeros y yo de la escuela primaria “Juan Alanís” situada enfrente de la plaza. Le limpiamos el rostro a nuestro amigo paralítico y lo colocamos en la sombra de uno de los pinabetes de la plaza por la calle 28ª. donde se hallaba la llave pública. Me despedí de mis amigos y me fui caminando rumbo a mi casa, ubicada junto a la fábrica de muebles “Morales” en su costado norte, distante a una cuadra de la llave pública mencionada por la calle 30ª. El tramo se me hizo demasiado largo, pero lo importante era que Sabino estaba a salvo y por fortuna nada le había pasado. Por suerte no agregué a su vida una desgracia más, con las que tenía ya eran más que suficientes. Yo vivía en otra vecindad, enfrente de la de Sabino. Sentía el dedo “dormido” con la uña levantada, recuerdo que mi madre terminó por arrancármela, me hizo unas curaciones y me quedé dormido, creo que por la noche me subió la temperatura. Vivíamos en un cuarto y dormíamos en el suelo. Durante días quedé fuera de los juegos de béisbol de las “grandes ligas” de Sabino y mis amigos. Quiero manifestar que mi padre Alfredo Corral Rodríguez era un aficionado al rey de los deportes. En un viejo aparato radio-receptor, único aparato eléctrico que tenía nuestra familia y que había traído de los Estados Unidos cuando anduvo de bracero, escuchaba los juegos de béisbol “de las grandes ligas”. Recuerdo que en ese mismo aparato escuchamos en la madrugada del 1º de enero de 1959, el arribo al poder de Fidel Castro en Cuba y hasta las noticias de la muerte de Pedro Infante en abril de 1957. Sabino y su madre vivían en la vecindad frente a la mía, en una habitación de renta de cuatro por cuatro metros, reducida, apretada, oscura, fría y con un olor constante, penetrante originado por la combustión de la pequeña estufa de petróleo de dos quemadores que servía de fuente de calor cuando ocasionalmente se llegaba a encender para preparar algo de comida en ese paupérrimo hogar; sus ropas al igual que las nuestras olían a petróleo porque no podíamos tener estufa de gas. El litro de petróleo era más barato que la leña, la cual costaba treinta centavos el kilo. El petróleo lo podíamos conseguir con Don Lupe, en la esquina de la calle 28ª. y Tamborel; en su establecimiento se observaban varios tambos de capacidad de doscientos litros llenos de este combustible. Allí sí que olía a petróleo. Vendían leña, enseguida de la vecindad donde vivía Sabino, en la tienda de abarrotes de Abraham y de Elvira, a la que la gente le decía “La China”, en la esquina de la calle 30ª. y Justiniani, pero la leñería más grande de la colonia era sin duda alguna la de Rubén Rodríguez de la calle 30ª y Urueta. La mamá de Sabino era viuda y trabajaba de sirvienta en otra colonia de la Ciudad de Chihuahua; era su único hijo al cual dejaba encargado con las vecinas quienes nos permitían sacarlo del patio de la vecindad para que nos acompañara en nuestros juegos, como simple observador o como “estrella” del béisbol pues siempre “anotaba” carrera. Nos gustaba su compañía pero sobre todo al sacarlo del patio de la vecindad impedíamos que le siguiera pegando el sol en su débil cuerpo y que las moscas se le pararan en su cara. En ese tiempo había muchas moscas porque el agua sucia de los quehaceres domésticos y otros desperdicios o desechos se arrojaban a la calle. En esa misma vecindad vivía otro amigo mío al que apodábamos “El Caborca”, su padre purgaba una condena en la Penitenciaría del Estado. La madre de Sabino regresaba del trabajo por las tardes, caminando lenta y cansadamente por la ancha calle 30ª. Distinguíamos su figura delgada desde que la percibíamos a lo lejos en la calle Tamborel; siempre vestía de negro ya que hacía pocos meses que había fallecido su marido como consecuencia de los estragos del alcoholismo, según platicaban entre sí sus vecinas. La señora casi no hablaba, pero nos sonreía en forma de agradecimiento por jugar con Sabino, tal vez por tomarlo en cuenta, porque a la gente pobre no hay quien la tome en cuenta, mas que los mismos pobres. En este país todo lo peor les sucede o es para los pobres, hasta las malas noticias. Recogía a su hijo enfermo y se metían a la vecindad y no volvíamos a ver a nuestro amigo hasta el día siguiente. En la calle 30ª. entre las calles Tamborel y Justiniani estaban nuestras vecindades propiedad de Don Mateo, nuestro casarrentero. En la plaza pública de la Colonia Dale, por las tardes y noches de verano acudían varias personas a caminar por los pasillos recién encementados, donde mis amigos y yo paseábamos en veloces carros de madera a los cuales les instalábamos rodillos o rodamientos desechados por los automóviles; era común observar varios de estos vehículos infantiles hechizos en plena carrera empujados por algunos niños, a quienes seguramente les tocaría el turno de conducirlos; estas “Avalanchas” de los niños pobres provocaban estruendoso ruido al rodar velozmente por los pasillos o corredores de cemento de esta plaza pública, ruido que alternaba con el tridular de los miles de grillos que aparecían en esta época del año en este parque público, sin descartar otros bichos como pinacates y moscos. También Sabino fue testigo de nuestras carreras con los carros de rodillos; en varias ocasiones nos “acompañó” a la plaza pública, lugar de reunión familiar e infantil, la cual contaba con bancas metálicas pintadas de verde oscuro; lo paseábamos en su silla de ruedas alrededor de la plaza pública, donde estaban sembrados pinabetes.
Conclusión sobre Sabino…
Hasta donde nos fue posible integramos a Sabino a nuestros juegos y creo que de hecho lo hemos integrado a nuestros recuerdos, a nuestros corazones y ahora lo integro a este texto. Este minusválido no era menos que nosotros. A pesar de su situación siempre nos regaló la luz de su mirada, sus mejores gestos a través de los cuales nos agradecía que lo tomáramos en cuenta en nuestros juegos infantiles. Aprendí desde niño, gracias a Sabino, que muchas personas que se dicen o sienten “normales” no aprovechan su condición de buena salud para manifestar en sus rostros expresiones o gestos más amigables: parece que están enojadas con la vida cuando ésta es alegría: la verdadera pobreza es la espiritual, no la material. A pesar de nuestra pobreza material los niños de la Colonia Dale de la década de los 50’s y 60’s vivíamos felices en nuestro entorno de la Colonia Dale y sus alrededores, porque no nacimos para tener si no para ser, como Sabino quien no poseía nada material pero era un ser extraordinario. Sé que me consideraba su amigo y yo correspondía a su amistad, sin tomar en cuenta nuestras diferencias de edad o estados de salud. Éramos amigos a pesar de nuestras pobrezas. A lo largo de mi vida pocos Sabinos encontré en mi camino; la mayoría de las personas que he conocido no han dejado huella en mi corazón como Sabino, el cual si era un amigo de verdad. La verdadera amistad o cualidades humanas son patrimonio moral de la gente pobre. Sabino tenía parálisis física pero su corazón era más grande que todas las riquezas del mundo; jamás estará su nombre grabado en la Rotonda de los Chihuahuenses Ilustres ni en el recinto del Congreso del Estado de Chihuahua, pero de hecho dentro mí está erigido el más grande de los monumentos en su memoria y grabado su nombre con letras de los más bellos colores como recuerdos de nuestra sincera amistad.
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