miércoles, 4 de marzo de 2009

Ernesto Cardenal: Yo sólo soy contemplativo, poeta y revolucionario


Fue el rostro del sandinismo de Nicaragua. Un jesuita 'tachado' por el Vaticano. A los 84 años cree en la poesía y en la revolución, claro.

Por Antonio Lucas | © El Mundo

Fuente: mediaIsla "Boletín 1114"

El pelo largo y blanco le alcanza el hombro al gran poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, al religioso, al revolucionario, a aquel que Juan Pablo II amonestó a pie de escalerilla al bajar del avión en su primer viaje a Managua: «Tiene que regularizar su situación», le aseveró el Papa. Cardenal era entonces ministro de Cultura del gobierno sandinista.

De aquéllo, de todo aquéllo han pasado muchos años. El líder del sandinismo, Daniel Ortega, traicionó la vieja causa en la que Cardenal empeñó su entusiasmo y su fe. Hoy por dentro le corre un daño, el de la traición: «Me tienen congelada la cuenta bancaria, intervenido el correo electrónico. Me sustrajeron el ordenador... Cada día se me hace la vida más difícil. El miedo me acompaña, pero ya dijo Montesquieu que se necesita valor para tener miedo», afirma. Hoy leerá sus poemas en Casa de América, su anfitriona en este viaje. Anoche lo hizo en el Colegio Mayor Chaminade y el próximo lunes en la librería Rafael Alberti de Madrid. La suya es una palabra sabia, extraña, con rumor de utopías.

—Su vida ha sido una sucesión de compromisos... ¿Y de decepciones?

—La única decepción que reconozco fue la pérdida de la revolución de Nicaragua. No he tenido otra igual.

—¿Se arrepiente de haber apoyado el sandinismo viendo en qué ha terminado?

—De ninguna manera, para mí fue una aventura muy bella. Pero renuncié al partido sandinista cuando éste traicionó nuestra revolución...

—¿Pertenece a una generación derrotada?

—Le contesto con una frase de un obispo español en Brasil, Pedro Casáldiga, que dice: «Somos soldados derrotados de una causa invencible». Nuestra causa es también la de Cristo y la de los profetas. Por eso, en el fracaso de la revolución está la mayor frustración de mi vida. La única.

—El tiempo demuestra que las rebeliones sociales terminan traicionadas por una revolución.

—La de Nicaragua lo fue, pero no así la de Cuba. Y Ahora que hablamos de esto, recuerdo que una de mis visitas a España coincidía con otra de Fidel Castro aquí. Entonces, un periodista me preguntó sobre él y le dije que Fidel no estaba realizando el reino de Dios en la Tierra, pero que podía estar acercándolo. El muchacho alteró aquella idea, pero creo que a Fidel no le disgustó (risas).

—Pero usted sí que ha dicho que las revoluciones acercan al reino de Dios, ¿no?

—Cómo no. Hay teólogos actuales que dicen que cuando Jesús utilizó la expresión de «reino de Dios», aquello significaba lo mismo que para nosotros quiere decir hoy la palabra revolución. Era algo igualmente subversivo que lo llevó a la muerte.

—¿Sigue profesando amor eterno a Dios y a Marx?

—Bueno, son cosas distintas. Mi fe es en Dios y Marx es el vehículo de ese método científico y sociológico para cambiar el mundo, pero con Dios como meta. A través de los dos entiendo que es posible alcanzar un mundo de justicia, fraternidad y amor. Marx nos presenta una herramienta ideológica para lograr la sociedad comunista perfecta, sin clases. En ese sentido, ambos están muy cerca. Marx está en la misma línea de los grandes profetas bíblicos.

—¿En qué momento descubre su vocación revolucionaria?

—Fue tras mi primer viaje a Cuba, en 1970. Fui invitado a formar parte del jurado del Premio Casa de las Américas. Y reconozco que llegué con el cerebro envenenado por influencia de lo que leía en la revista Time y otras publicaciones del capitalismo. Allí encontré una sociedad evangélica, como la que pretende realizar Cristo en los Evangelios. No había clases sociales. La igualdad era posible. No había prostitución. Ni droga. Nadie dormía bajo un árbol... No había abundancia, pero sobre todo no había miseria. Para mí era una sociedad tan perfecta como la monástica, que era de donde yo había salido por problemas de salud. Después de mi conversión religiosa, ésta fue la otra gran conversión de mi vida: a la revolución.

—¿Entiende la poesía como instrumento revolucionario?

—Claro. Todo arte es revolucionario aun cuando no trate de asuntos sociales. Como la poesía de los grandes profetas de la Biblia: Isaías, Jeremías, etcétera. Todos ellos denunciaban la injusticia y anunciaban un sistema nuevo. La poesía es un mensaje de denuncia y de amor. Esta fue mi vocación natural. La primera, porque la religiosa fue tardía. Vino después de los 30 años. Y a la revolución llegué aún más tarde.

—¿Se arrepiente de algo?

—De no haber tenido estas conversiones antes. Como San Agustín cuando le dijo a Dios: «Belleza antigua y siempre nueva, tarde reconocida».

—¿Ni siquiera de su paso por la política como ministro de Cultura de Nicaragua?

—Es que yo nunca fui político. Yo sólo soy contemplativo, poeta y revolucionario.

—¿Así le gustaría ser recordado?

—Preferiría no serlo. Se me podría recordar mal. Y si lo hacen bien, también sería falsamente por las cosas que no hice pero creí que hice.

—¿De qué le salvó la poesía?

—De la desesperanza. Es, al mismo tiempo, el lugar de mi protesta y de mi celebración.
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