Por Marcial Báez
Fuente: arte-unico.blogspot.com
Nació en San Cristóbal, en 1944. Es médico cirujano plástico y reconstructivo, especialidad que ejerce, siendo en la actualidad el coordinador de ese servicio en el Hospital Darío Contreras, en Santo Domingo.
En 1961 inició sus estudios de Arte escénico e ingresó en la Universidad Autónoma de Santo domingo, donde formó parte del “Movimiento Renovador”, llegando a la posición de Secretario General de la Federación de Estudiantes Dominicanos, por dos períodos consecutivos.
Sus trabajos literarios están sustentados por un amplio y profundo trajinar por toda la geografía nacional, en busca de las enseñanzas y revelaciones de la oralidad.
Ha publicado: Azuétano (poemas y cuentos, 1978), anécdotas Médicos Dominicanos (1988); Gazito Z-O y 8 cuentos más (1988); sobre Tamayo y los Caribes (opúsculo de historia, 1994); El Cruce de las 7 veredas (novela,1997); Leyendas del río Nigua(1998); Mitos, Creencias y Leyendas Dominicanas(2000); Mamá Tingó, Enrique Blanco, La Ciguapa (Colección de Leyendas Dominicanas 2000); El mensaje de los Sabios (historias y leyendas educativas, 2000); Historias y Leyendas Afro-dominicanas (2003); Un joven en la guerra de Abril (2003); La conspiración contra la Juventud (2007). El Niño y el Bicornio: La infancia del dictador Trujillo (2007).
En el campo de las Artes Plásticas, ha realizado exposiciones individuales en las que se destacan los temas humanos y locales.
Gazito Z-o y 8 cuentos más. (Fragmento).
El pobre de Melchor se quedo mirándola sin decir palabra y así como mudo se levanto de la mecedora lentamente y se paró en el porral desde donde se veía todo el poblado. Allí estaba la iglesia donde iba desde niño, más allá el cuartel de la milicia: en frente, el parquecito adornado de cayenas rojas y amarillas y entre las dos casas estrechas que se veían en el cruce de tres callejuelas de la parte más vieja del pueblecito, una puerta negra cerrada: trabajando allí en ese cuartucho por más de 40 años había logrado sobrevivir junto a su pequeña Teresa, después de enviudar, quedando la niña huerfanita.
No fueron uno ni dos zapatos y las botas que tuvo que arreglar para poder mantenerse vivo y levar a la niña a cursar estudios secundarios. Pero ahora nada de aquello venía a su mente, en el día en que la llevó a hacer su primera comunión, ni cuando se celebró el haber cumplido los 15 años, solo sentía un pesar muy grande.
Estando así, pensando hondo entró en la casa como movido por un resorte con paso rápido y volvió a mirar a su hija que permanecía inexplicablemente en la misma posición en que labia dejado un momento antes y le dijo:
-está bien, hija, mañana me iré. Acto se dirigió a su habitación y preparando sus maletas que se bien parecieron ser el “último dolor de cabeza” de Estanislao, no lo fue porque el viejo Melchor cargó con todo y no permitió que nadie lo ayudara en esos menesteres.
Fue así como este viejecito lleno de canas llegó al asilo y comenzó el vía crucis de estar con gentes que no conocía dejando todos sus recuerdos y sus personas amigas en un lugar, que ahora a los diez (10) años de estar aquí, le parece remoto, lejano.
El Cruce III. (Fragmento)
Esta actividad favorecía casi a todos los negocios del lugar y entre ellos al consultorio dental, ya que muchos de estos señores iban allí no sólo a reparase las piezas cariadas, cosa poco frecuente, porque casi siempre optaba sin mucho estudio por sacarlas, sino a vaciarse toda la boca de las piezas naturales, estuvieran en buen o mal estado, para ponerse en su lugar dos artificios protésicos, o cajas de dientes, de oro o de plata, según fuera el caso, o colocarse unos bordes de esos metales relucientes en los dientes más visibles, para adornarse. El doctor Turro era especialista en sacarle a los pacientes por confusión las muelas que no le dolían por las que verdaderamente lo estaban haciendo sufrir, y el doctor Gracias, en encaramase en el sillón como un malabarista y ponerle la rodilla en el pecho para extraerles con más comodidad las piezas posteriores con más comodidad las piezas posteriores, por lo cual se mantenía siempre con una larga bata blanca toda salpicada de sangre, con la cual se paseaba sin el menor recato por todo el vecindario.
Un joven en la Guerra de Abril. Testimonio.
Los hombres ranas. Cotidianidades. (Fragmento).
La vida en el colmado era espiritualmente muy satisfactoria: el compañerismo y los ejercicios borraban todo asomo de incertidumbre, así como los relajos del Chino diciéndonos que lo saludaban mucho cuando salíamos juntos porque el era un dirigente; además cuando os muchachos se ponían sus sombreros panza de burro grises con unas insignias plateadas que decían “tirador”, se escuchaba el rumor de entre las casas: “ Vengan a ver, esos son los tiradores” cuando realmente tanto los sombreros como las insignias, que habían sido encargadas por las fuerzas represivas, habían sido encontradas y tomadas de la aduana chamuscada; el chiste muy pesado de esconderse en las noches y pedir la contraseña diciéndole a los caminantes desde donde no nos vieran “¿Quién vivía?”; el burlarse del compañero combatiente que nadaba con la parte plástica de un casco de guerra y se cuidaba tanto de los francotiradores, en especial del de los molinos, que cuando llegaba a una esquina se paraba, cogía el casco por la esquina, dizque para que si le iban a tirar le dieran al asco y no a él. Todo aquellos nos entretenía en los escasos momentos en que no estábamos en la academia, haciendo servicio o averiguando una u otra cosa.
Ahora además comíamos organizadamente; el gobierno nos proveía de alimentos y familias que estaban allí nos acogían a esas horas en sus casa; yo comí especialmente en dos casas por esos lados, en la de un ingeniero que tenía un brazo menos o deforme, llamado Frank, muy simpático, y en la del “Comandante”, que era como todos llamábamos a un español casi anciano, que andaba siempre con su Mauser, que era el padre de varias compañeras entre las cuales la más conocida, aunque no la que me resultaba más agradable, se llamaba Margarita Cordero.
El Niño y el Bicornio. La Infancia de Trujillo.
El Fotingo. (Fragmento)
Los pueblerinos se pasaron la mañana entera esperando la llegada de un aparato que corría sobre cuatro ruedas sin ser arrastrado por animal alguno y luego de comprobar su existencia y de verlo cruzar el río con ayuda de un grupo de ellos, al saber que el que estaba subido adentro y lo conducía se llamaba Nicolás Acevedo, comenzaron a gritar Nicolás, Nicolás, Nicolás. Era el primer carro que veían en sus vidas.
Y la efusión de asombro y miedo que allí se manifestó solo sería reeditada más de 30 años después, cuando lo que llego al pueblo fue, la primera televisión.
En esa última ocasión después de colocar el primer aparato en el edificio del partido de la dictadura ya encaminada, no se sabía que hacer, como conectarlo, maniobrarlo, y se tuvo que requerir la presencia de “alambrito”, un simpático electricista que debía su apodo a la triple circunstancia, de que realmente su nombre y primer apellido era Alan y Brito, a su profesión y a su extrema delgadez, el cal logro encenderlo poniéndolo a producir una línea horizontales que corrían de arriba para abajo y viceversa sin tregua alguna, inundadas de rayitas blancas y negras, y con un ruido de fondo de zumbidos apagados que todos los allí presentes seguían con expectación, hasta que súbitamente apareció en la pantalla la imagen de un hombre cantando y los allí presentes se levantaron y corrieron asustados, dejando gorras, zapatos, sombreros y hasta un kepis militar, abandonados.
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